ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


 

ABC de Sevilla, 7 de abril de 2015                 
                                
 

Dos despedidas

Hoy me siento (Flex) como aquella madre que en el desfile de la solemne jura de bandera de su hijo en Cerro Muriano le comentó a su marido:

-- Fíjate, todos los soldados van con el paso cambiado, menos nuestro niño...

Y me siento como esa madre, observador del paso cambiado de toda la compañía, porque hoy ejerzo de escriba del Faraón. En Sevilla no hay que decir quién es el Faraón: no va a ser Tutankamón, joé. Soy el único que no va con el paso cambiado a pesar de lo llena que estaba una plaza del Arenal con el cartel de "No hay billetes", porque nadie, querido Andrés Amorós, se ha dado cuenta de cuanto glosar quiero: el supremo gesto de torería, de señorío y de sevillanía de don Juan Antonio Ruiz "Espartaco" en su despedida. Un gesto, o dos, en nuestros eternos duales. Espartaco era un señor retirado del toreo que estaba tan tranquilamente en su casa y que cuando andaba la cosa más chunga para la Fiesta en Sevilla, boicot va, putada de las figuritas que pasan por figurones viene, aceptó nada menos que reaparecer para dar la alternativa a un chaval paisano en el que tiene puestas todas sus complacencias. Espartaco se jugaba mucho el domingo en Sevilla. Más de lo que la gente cree. Espartaco, que nunca le tuvo miedo a nada, curtido por esas plazas de polvareda desde que casi era un niño, que no rechazó encerrarse con los miuras, sintió el miedo escénico de ese teatro de perfecciones que es la plaza de Sevilla. ¿Y por qué lo hizo? Pues para hacerle un favor a Sevilla, a su afición y al toreo. Ese cartel de "No hay billetes" del Domingo de Resurrección significaba muchas cosas. Para mí resumía el amor y entrega de Juan Antonio Ruiz a Sevilla y a la Fiesta.

Ese fue un gesto. Pero hubo otro más, que pasó quizá inadvertido, en forma de detalle. ¿Habrá algo que guste más en el toreo según Sevilla que los detalles? El de Juan Antonio no fue detalle, sino detallazo: su brindis a Curro Romero. Brindarle un toro a Curro Romero en Sevilla el Domingo de Resurrección es como darle un abrazo al Apóstol en Santiago de Compostela el 25 de julio. Brindis a Curro en su plaza y en su día. Con toda su Sevilla presente. No sé si se dieron cuenta, y ahí es donde voy a lo del paso cambiado de la jura de bandera del Muriano, pero por el precio de una despedida, la de Juan Antonio, la del pundonoroso Espartaco, Sevilla pudo despedirse en tiempo y forma de su Curro, que se había ido en silencio, sin anunciar nada a nadie, y en la plaza de carros de La Algaba. Bueno, en La Algaba, no. Despedirse, despedirse, lo que se dice despedirse, Curro se despidió en "Clarín" de Radio Nacional, cuando le dijo a Fernández Román: "No, Fernando, que ya me he ido, que esta tarde ha sido la última". Si vieron lo que fue la despedida de Espartaco, esa emoción, esos toreros sacándolo a hombros por la Puerta del Príncipe, ¿se imaginan lo que hubiese sido la de Curro en su Sevilla? Pero cá uno es cá uno y seis, media docena. Curro se fue como sólo Curro podía irse. Y Sevilla no había podido despedirse de él. En el detallazo de su gesto, Espartaco sabía que brindándole el toro a su admirado y respetado Romero le iba a dar Sevilla la ovación de despedida que le debía a su Curro. Y Sevilla se la dio. ¡Vamos que si se la dio!

Y será que yo tengo todavía la Semana Santa metida en el alma, pero me parece que en ese brindis de Espartaco a Curro están las dos Sevillas frente a frente. Como José y Juan. Como aquella Madrugada de lluvia en que las dos Esperanzas se encontraron en la Catedral. La despedida de Curro en La Algaba fue de ruán y esparto: de silencio. La de Espartaco en El Baratillo, de terciopelo y capa, y con música: "Suspiros de España" y "Cielo andaluz", casi marchas procesionales. Dos modos de entender la vida y el toreo. Y una misma Sevilla verdadera. Y un mismo toreo como forma de la Verdad. Así que gracias, Espartaco, por tu torería, por tu impagable servicio a Sevilla y a la Fiesta y por ese gesto tan generoso de recordar que aunque quien se despedía eras tú, a Romero le debía Sevilla todavía la cerrada ovación de su despedida.

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