ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


 

ABC de Sevilla, 2 de noviembre de 2015                 
                             
 

Jazmines de difuntos

Al igual que la jacaranda de junio y seises tiene una segunda y secreta floración otoñal, así también los jazmines abren de nuevo a esta hermosa luz de noviembre en Sevilla, que atenúa los colores y aumenta la belleza de la torre mayor cuando se la contempla bajo las velas de un cielo entoldado de nubes. ¿Están equivocados estos jazmines de otoño que de nuevo se desparraman por las verjas, por las plazoletas, por el Parque? No, en esta Sevilla de los duales, están esperando otra segunda floración otoñal. Son tan caballeros estos jazmines en el ojal de la ciudad que vuelven a abrir porque están esperando a una señora, y qué señora: a la dama de noche que cuando menos lo esperes, te recibirá uno de estos días con su perfume. Perfume de dama en un lejano verano de salamanquesas en la pared que hacía de pantalla en el Cine Alfarería y en este otoño donde las nubes de los puestos de castañas parecen incienso de delantera de palio.

Vengo de caminar por Sevilla y he vuelto a contemplar otra vez la misma escena. Avenida del Padre García Tejero, frente al campo del Betis. Por las verjas de unos bloques se desparraman y chorrean belleza los jazmines en esta floración de otoño. Ya no es la "Vigilia del jazmín" de Laffón: ahora son las postrimerías mañaranescas del jazmín. El que tanto gustaba a las sevillanas ponerse en moñas hechas con un trozo de negra horquilla de pelo y que vendían en una bandeja los chiquillos con su pregón:

-- ¡Los jazmines, qué bien huelen los jazmines!

Por dos veces he contemplado en estos días la escena. Una vez era un señor mayor; otra, una señora entrada en años. Eran dos días distintos con un mismo amor por los jazmines verdadero. Llevaban los dos, ambos días que los contemplé, una bolsa de plástico en la mano. Se habían acercado al jazminero que chorreaba sus blancas flores hacia la calle. Y con todo cuidado, con mimo, como quien recoge un tesoro, iban, uno a uno, con toda delicadeza, cogiendo los jazmines de sus ramas y echándolos en la bolsa que en la mano llevaban. El mejor aceitunero no apaña la manzanilla en el ordeño del verdeo con el primor de esta señora sevillana, de este señor a los que he visto juntar con mimo los jazmines que el otoño les ofrecía con la generosidad de la vieja luz de la ciudad.

Y miré entonces el almanaque, y vi que en otros lugares donde no hay paladar, los presentes son días de crisantemos. "Crisantelmos", los llamamos en Sevilla, por fuerza del santo Patrón de los Mareantes que le puso su nombre al palacio de los Montpensier y a un puente sobre el río. Los duendes de Sevilla que andan sueltos y que hasta me cobran horas extraordinarias para soplarme misterios de la ciudad al oído, me dijeron por qué aquel señor entrado en años, aquella señora de edad, estaban cogiendo aquellos jazmines. Era para llevarlos hoy al cementerio. Jazmines sobre el mármol de una tumba, para que allí no habite el olvido de la mujer que amaron, del hombre que la quiso.

Sí, amigos duendes de Sevilla, yo quiero pensar, y sé que no me equivoco, que aquellos dos sevillanos apañaban jazmines en la más sentimental cosecha para recordar a los que se les fueron. Un ramo de crisantemos lo compra cualquiera en los puestos de la rotonda del cementerio. Pero una moña de recuerdos engarzada, uno a uno, en unos jazmines, es algo que solamente se sabe paladear aquí en esta Sevilla de damas de noches, naranjos en flor, magnolias, jacarandas y buganvillas. Por eso yo ahora me voy al jazmín que había en Portaceli y, uno a uno, cojo un puñado de jazmines del tamaño justo de un cortazón, para depositarlos sobre la memoria de la zapatera que me dio la vida. Como los que ella me ponía, con agua, en un platito en la mesilla de noche para que trasminaran en mi cuarto de niño de la calle Bayona. Sólo que ahora el agua es de las lágrimas que por dentro he llorado cuando me he acordado de aquel platito que ella me ponía en la mesilla de noche y que ahora vuelvo a llenar de jazmines, en su recuerdo. Porque, con lo que te gustaban, sé que los estarás oliendo desde tu mostrador, madre, en tu celestial zapatería del Niño de la Virgen de los Reyes.

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