ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


 

ABC de Sevilla, 11 de abril  de 2016               
                             
 

Los tendidos del cielo

In memoriam Doctor Enrique Tello

A la caída de la tarde, cuando dice San Juan de la Cruz que «seremos examinados de amor», en la plaza de los toros tenemos cada día de Feria un parcial, con la belleza de la Creación en esta Sevilla donde a Dios se le fue la mano y nos echó un cominito bien despachado de hermosura. A la caída de la tarde, las mulillas arrastran el tercero o el cuarto toro y el sonido campero de las campanillas de sus collarones se llevan el "ubi sunt" de la calor del sol del paseíllo, del cartel del "no hay billetes", de la ilusión del primer clarinazo y del primer golpe de cerrojo del portalón que abre un torilero con la elegancia de un pertiguerio entre ciriales de la Madre y Maestra que es Sevilla en el toreo. A la caída de la tarde viene del río la mareíta de Sanlúcar y es entonces cuando se abren las puertas del cielo y bajan los vencejos toreros del Arenal, que se tiran de espontáneos. Y es entonces cuando, quizá en el tedio de una alargada faena de muleta, el quejío flamenco de esos vencejos hacen que te fijes en la enorme belleza del gran "espejo cóncavo del cielo" de la plaza. ¿La del amarillo albero, como canta la letra del pasodoble del paseíllo? No, la del cielo más azul, más Murillo, más seise de la Inmaculada, que en el mejor cahíz de tierra del mundo puede verse.

La otra mañana, en el rito intacto de la Hermandad de la Santa Caridad, era enterrado en la iglesia del Señor San Jorge un aficionado que los Herrera de Triana hicieron hermano número 1 del Cachorro y que de muchacho llevaron muchas tarde a su palco. Al Palco de los Herrera: el que tenía barandillas de hierro y sillas de enea de Quidiello; el que estaba sobre la puerta del arrastre; donde, con las gachas alas de su sombrero flexible para no tener que saludar a nadie, veía los toros Belmonte. Aquel aficionado que enterrábamos bajo el corazón en llamas del Venerable Mañara era el que una tarde de la Asunción, el 19 de mayo de 1966, llevó a su niña Carmen a que viera a Curro Romero matar los seis famosos toros de Urquijo, a los que se entretuvo en cortarles ocho orejas. Fue muchos años antes de que nadie pensar pudiera que andando el tiempo una historia de amor empezara a sonreirle con la alegría de la vida de aquella niña que viéndolo estaba de la mano de su padre el médico, ahora muerto entre las hopas azules de los asilados de la Caridad y la cera ardiente de los hermanos que en procesión funeral se lo llevan al cielo del Arenal.

Y se leyeron en La Caridad unas palabras del Apocalipsis que recuerdo ahora en la plaza, a la caída de la tarde, cuando escucho a los vencejos: "Yo, Juan, vi un nuevo cielo y una nueva tierra". Esta tarde, con el Rey de España en el Palco del Príncipe, me siento como el evangelista que le va diciendo cositas dulces a La Amargura. Yo antier, entre vencejos, vi en la plaza de los toros ese cielo nuevo y esa nueva tierra, el albero de la plaza ataviada como una novia. Sí, a ese cielo de la plaza del Arenal, azul Pura y Limpia del Postigo, es donde se lleva Dios a los grandes aficionados. ¿No hablan de los balcones del cielo? Pues en este cielo de los vencejos, de la infinita belleza que creó Dios, están también los balconcillos de sombra. Y los de sol. Y los tendidos. Y el sol alto. Y el palco del Aero de la eternidad. Ahí en ese cielo, cóncavo, redondo como el pisoplaza, en una eterna tarde, están viendo los toros los aficionados que Dios, acomodador de la Gloria, ya se llevó. Pienso ahora en sus nombres. Los estoy viendo en este cielo. A mi lado, junto al arrastre, sigue Angelito; y en un burladero de callejón están Miguel y Diodoro; y Fernando, con su libreta de la crónica; y en el palco de los ganaderos están Luis y José; y en su primera fila del 2, con su Farias, está mi alfayate. Y todos estamos aquí abajo cobijados fugazmente por ese cielo que ahora cruza la única línea recta, la blanca y alta estela de un avión, que quizá está escribiendo sobre la brevedad de la vida con el pincel de Valdés Leal, "In ictu oculi", que las glorias del mundo pasan con la velocidad de estos vencejos aficionados que, con la mareíta de la caída de la tarde, se tiran de espontáneos y nos hacen admirar la Belleza infinita de Dios Creador y recordar a los que se fueron a sus tendidos eternos del cielo del Arenal.

 

CorreoSi quiere usted enviar algún comentario sobre este artículo puede hacerlo a este correo electrónico  Correo

 

           

                                      Correo Correo            

Clic para ir a la portada

¿QUIÉN HACE ESTO?

Biografía de Antonio Burgos


 

 

Copyright © 1998 Arco del Postigo S.L. Sevilla, España. 
¿Qué puede encontrar en cada sección de El RedCuadro ?PINCHE AQUI PARA IR AL  "MAPA DE WEB"
 

 

 


 

Página principal-Inicio