ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


 

ABC de Sevilla, 25 de septiembre de 2017
                               
 

Sevillanías de San Miguel

Como de un inmenso reloj de arena que tuviera esfera, un reloj de albero, vengo de la segunda y última corrida de este San Miguel que Ramón Valencia ha adelantado de fecha. Y vuelvo a hacer protestación de fe sevillana, con la mano puesta en el libro de reglas del azahar y la jacaranda, para afirmar de nuevo que la plaza de los toros es como un espejo de la ciudad. Y que, como la ciudad misma, está llena de detalles, de modo que cada día que vives es un descubrimiento que no te imaginabas que ibas a hacer. El primero, la luz. La color del cielo. ¡Cómo se ve en estas corridas de San Miguel que ya no es el mismo el color de aquel "Cielo andaluz" que sonaba en el pasodoble de repeluco en la Banda de Tejera por Feria! Ya se fue, ay, aquel azul intenso, tan de nuestra primavera, pintado como a la medida exacta de los tambores, las cornetas, el cascabeleo de los coches de caballos, el riapitá de los palillos, hasta de los cohetes que estallan en el alto cielo anunciando la novena del Rocío de Triana. Miras al reloj del ruedo sin fronteras del cielo de Sevilla sobre la plaza de toros y adviertes de pronto el paso del tiempo. Que ya ha tomado la color del otoño, tirando a losa de Tarifa de las Gadas de la Catedral, como esperando las primeras lluvias en el bajante de la Puerta del Baptisterio.

Y después, los vencejos. Ya no hay vencejos. Se fueron los vencejos. Se fueron como los sevillanos tristes en la canción de Benito Moreno: "De esos que se van de pronto/sin anunciar que se han ido". Bueno, así se fue Curro Romero en La Algaba, Sanseacabó, no vayamos a ponernos trágicos con los pobres vencejos. Pero que sepáis que en estas dos tardes del adelantado San Miguel os he echado de menos, queridos vencejos toreros del Arenal. Claro, dos meses sin toros y os habéis cansado e ido. Pero podíais haber dicho algo y no despediros a la francesa. Como que tengo que pedirle a mi querido Fernando Ortega que del mismo modo que cada año me avisa cuando llega la primera cigüeña a la chimenea industrial de la antigua Maestranza de Artillería en la calle Dos de Mayo, esté al liquindoi y me llame cuando vea que ya se han ido los vencejos. En algún bar, al modo de los carteles que dicen los días que faltan para la Semana Santa, deberían colocar un letrero que dijera los que quedan para que vuelvan los vencejos.

Y los ritos. Muchos se pierden en Sevilla cada día, pero algunos se recuperan. No sé si recuerdan que pedí cuando la Feria taurina que volviera al ruedo el arenero del escobón. El que iba en los arrastres con el escobón de lentisco como el de los antiguos barrenderos municipales, pegado a la penca del rabo del toro muerto, a todo correr, dale que te pego, alisando el albero sobre la marcha. También sin avisar, como se fueron los vencejos y como se fue nuestro cielo azul, el arenero del escobón ha vuelto. Ya no queda el ruedo como un mapa de carreteras cuando se han arrastrado tres toros. Ha vuelto esa estampa antigua. Una maravilla. Y con ella, su rito, que muchos desconocen. Ese arenero del escobón tiene mando en plaza: es el que avisa al torilero que el ruedo está despejado y que puede abrir el portón de los sustos. Allí, en la puerta de chiqueros, hecho un pincel, con su traje, su corbata y su gorra de empleado de la plaza, espera el torilero, José Manuel Fernández Bohórquez, que ya dejó su blanca guayabera de las nocturnas sin caballos. El torilero espera que los areneros acaben su faena. El presidente saca el pañuelo. Suenan los clarines para que salga el toro. Pero el portón no se abre hasta que se hace el verdadero despejo; que no es el simbólico de los alguaciles antes del paseíllo. Es este verdadero del arenero del escobón, que levanta la mano y avisa al torilero que ya está el ruedo despejado, y que sea lo que Dios quiera. Ese Dios al que en días como hoy hay que dar las gracias por habernos hecho nacer en esta bendita tierra sevillana en la que, aunque tanto se ha destruido, tantas grandezas y tantas hondas bellezas quedan.

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