ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


ABC de Sevilla, 9 de diciembre de 2019
                               
 

Palabras para el Mudo de Santa Ana

Aquella ciudad que evoco, de la que ya apenas queda ni sombra de su memoria, era la de las mayores contradicciones. Veneraban los fieles los ojos de una Purísima a la que La Cieguecita llamaban. Y dialogaban en sus rezos con un Cristo infante al que decían El Niño Mudo. Y un Cojo, de nombre Enrique, fue maestro de baile flamenco, por genio aún lo tienen todas las batas de cola. En aquella ciudad reinaba un ábaco enloquecido ante tanta penumbrosa belleza catedralicia, de modo que al contar seises en esta Octava de la Purísima, siempre le salían diez. Tenía también un mapa de torres alocadas según cuya planimetría determinaba que los toreros de Triana nacieran en la calle Feria y en Triana, a la vera del río, los de la Alameda. Lugar por cierto único en el mundo, donde a Hércules se le multiplicaba por dos: Los Hércules. En aquella ciudad mágica, en fin, los mutilados torsos de las estatuas romanas eran incrédulos Hombres de Piedra. De la misma piedra en la que en El Candilejo eran decapitados los crueles reyes de Castilla, que la memoria, magnánimamente, hacía justicieros.

Y en el arrabal y guarda de aquella ciudad ocurría un prodigioso anual portento. Cada Viernes Santo por la mañana, cuando después de pasar el puente en su nave de plata y terciopelo verde, tras haber navegado invicta y gloriosa, heroica e inmortal todos los mares de la otra orilla del río, una voz proclamaba valiente y rotunda, como un ángel anunciador de la primavera, la Pureza de la Esperanza, la Virgen que nombre a la calle Larga del barrio le daba. Tal proclamación no se hacía en latín evangélico, sino que era traducida al lenguaje de la gracia del barrio con una sola palabra: «¡Guapa!» Y en ese justo momento es cuando el portento anual se obraba, pues tan profundo y rotundo pregón lo daba, iba a decir un mudo. El Mudo de Santa Ana. El más sabio, humilde y sufridor Mudo de la ciudad de tantas vanidosas palabras vanas y silencios cobardes. No lejos de allí, en la esquina de la Cava, el Evangelista anónimo de tal calle lo decía con sus letras de barro vidriado: «En Triana, cuando Cristo se levanta de sus Tres Caídas y hace más alto el Altozano, los ciegos ven a Dios mismo en la esquina de Berrinche y los mudos hablan, proclamando la Suprema Gracia de su marinera Madre». Aquel Mudo, que se llamaba Francisco Rodríguez Moreno, fue sacristán de la Real Parroquia de Santa Ana y siempre sirvió a la Iglesia según Triana. Los más viejos del Corral del Cura aseguran que formaba parte de la parroquia, como un viviente azulejo del Negro, y que era una prolongación de la Pila de los Gitanos, donde le echaron el agua de la verdadera gracia, la gracia de Triana, a los que luego llevaron su nombre de arte por el universo. El Mudo, cuentan las crónicas escritas en el papel de estraza de los pavías de Enrique, era como la concha del bautizo de los trianeros antes de los tiempos de Don Aurelio, el altruista boticario del Altozano.

Y cuando estaba llena la primera luna de la primavera, horas antes de su proclamación particular de la Pureza en la calle Larga, El Mudo era también itinerante evangelio puro, pues cogía su cruz, la alzada Cruz de plata de una manguilla parroquial, seguía a Cristo en un paso y abría el cuerpo de nazarenos de una Virgen. Alzando una cruz parroquial, en silencio, humildemente, El Mudo proclamaba mejor que muchos predicadores la Palabra de Dios. Se dio el portento alguna vez de que El Mudo llevara la cruz alzada de la cofradía Las Siete Palabras. Milagros de aquella ciudad partida en dos por el río. El Mudo, alzando una Cruz y diciendo que lo siguiéramos. Que el Viernes Santo por la mañana se obraría el milagro del evangelio apócrifo de Sevilla en que hasta los mudos hablan para llamar "¡Guapa!" a su Esperanza marinera. Estos prodigios, así como sus servicios a la Real Parroquia, llegaron a oídos del Papa de Roma y el Cardenal de Sevilla impuso la Cruz Pro Eclessia et Pontifice en la rebequita de aquel Mudo que habladora excepción era, y raya en el agua del río entre tantos silencios cobardes. Mudo que ahora, ¡qué palabritas más bien pronunciadas le estará diciendo a su Esperanza, en la luz perpetua del Viernes Santo del cielo que le ha abierto San Pedro, al fin y al cabo un colega suyo que tiene las llaves del paraíso como él llevó tantos años las de la alfonsí Catedral de Triana!

 

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