ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


ABC de Sevilla, 18 de diciembre de 2019
                               
 

Picoco tenía razón

Era un fin de raza. Irrepetible. Escuchábamos sus golpes de ingenio, sus cataratas de gracia y sabíamos que oíamos los últimos coletazos de una España que se fue. Hablo de Vicente Pantoja, Picoco para el mundo del arte, para nuestra importantísima cultura oral, en trance de desaparición. Autor ágrafo como era, cuentan y no paran de sus mil y una historias. Le pasaba como a Beni de Cádiz, a Pericón, al Cojo Peroche. Que sus dichos, ocurrencias y sucedidos, geniales, pasaban a esa tradición oral de la que eran creadores y atribuidos quizás a otros personajes de aquella irrepetible galaxia de la gracia y del dificilísimo arte de vivir sin doblarla. ¿Qué hacía Picoco? De sus labios, de su gesticulación única, con aquellos ojos que decían casi más que su boca llena de gracia, oí un autorretrato general. Fue en el bautizo de su último nieto, que tuvo de padrino a Curro Romero. Vicente hasta cantó aquel día, que nunca cantaba, y mira que estuvo en fiestas, que hasta le montó una en la Casa Blanca a Nixon. Y de Marbella y de El Duende de Gitanillo, ni te cuento. Con José María García, su gran amigo, y Pepín Cabrales, su compañero de la gracia de Cádiz, tuve la suerte de oírlo cantar. Picoco tenía una voz como su persona: dulce, agradable, queriendo gustar. Pero lo suyo no era el cante. Me lo dijo en aquel autorretrato, del corte de la famosa definición de Lola Flores en "The New York Times":

--Mira, yo, cantar, no canto. Bailar, tampoco bailo. Y sin embargo, he vivido siempre de las fiestas. ¡Como que lo mío es más difícil que barrer una escalera para arriba...!

Barrió para arriba todas las escaleras de la gracia. Dicen que fue uno de los españoles de su tiempo que mejor vivió: "Es que yo me veo por la mañana en el espejo y me pido mil duros". Porque Picoco era algo que ya tampoco se va estilando: buena gente. Y si tenía el supremo arte de contar, también la virtud de saber callar. ¿Qué no habría visto y oído en esas fiestas de Madrid, de Marbella, de Sevilla, donde lo llamaban como parte indispensable?

--¡Que llamen a Picoco!

Y con lo que llevaba visto, y oído, y sabido, y vivido, nunca anduvo con chisme alguno. Traigo a Picoco con todos los honores al recuerdo porque la ciencia y el tiempo le han dado la razón en plan Cid después de muerto, muchos años después de que nos dejara en su Chipiona de Rocío Jurado. Esta vez no ha sido la Unión Europea, que hace que desde Bruselas unos funcionarios que nadie ha elegido nos ordenen y amarguen la vida, prohibiéndonos casi todo: que si las bolsas gratis del supermercado, que si las bombillas de filamento. Esta vez ha sido una entidad a la que no teníamos el gusto de conocer, la Agencia Española de Consumo, Seguridad Alimentaria y Nutrición (Aecosan), que en planas vísperas de Navidad, en vez de vendernos un décimo de lotería de la casa, que es lo propio, nos ha amargado la cena de Nochebuena y las comidas familiares, alertándonos del peligro de chupar las cabezas de las gambas, los langostinos y las cigalas, y de tomar la carne de los riquísimos centollos, nécoras y bueyes de mar. Porque dice que no se deben chupar las cabezas de estos crustáceos porque tienen muchísimo cadmio, que se va acumulando en el organismo y puede crear graves problemas renales. Esto ya lo descubrió Picoco sin tanto cuento y nadie le dio tanta importancia como ahora a la recomendacion de Aecosan. Estaba Picoco en la mariscada gloriosa que daban en una fiestecita, poniéndose hasta la corcha de lomos de cigalas de tronco, despreciando las sabrosisimas cabezas cargadas de coral. Y alguien le preguntò:

-- ¿Pero no te comes las cabezas, Picoco?

Y aquel sabio andaluz, seguro de cuanto decía y sin tener gracias a a Dios idea de qué era el cadmio, proclamó muy convencido lo que ahora se ha descubierto:

--¡Las Cabezas es un pueblo muy feo!

 

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