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ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


ABC de Sevilla, 24 de marzo de 2020
                               
 

La peor postguerra

Perdonen que hoy cambie por el percal de la verdad y la nostalgia la seda de la sonrisa que suelo tratar de traerles con estos artículos, en tan malos tiempos como nos ha tocado vivir. Hoy voy sobre Pedro Sánchez. Pero tranquilos, que no es sobre nada de su familia, que como saben es materia reservada y te la juegas como digas algo. Y es lo que faltaba, buscárselas por cante, encima, con "la que está cayendo", como se dice en perfecto tertulianés. Voy sobre Pedro Sánchez en una de sus comparecencias de televisión. De las que ya hasta hemos perdido la cuenta. En las que habla muchísimo, pero no dice nada, y lo que podía anunciar hoy se lo guarda para el día siguiente. Sí, ha conseguido que en La Moncloa haya un mitin continuo, televisado en directo. Si fuera por palabras, ya estaba arreglado el gravísimo problema de la crisis letal del coronavirus. Mítines de propaganda televisados en directo en los que nunca falta el chaleco de Fernando Simón: ora el beige tan usado que tiene hasta pelotillas, ora cualquier otro oscurito. Que es curiosa la imagen de la comparecencia de esta plana mayor del Gobierno en la batalla contra el mal. Cuando podía ir con su traje de camuflaje, el boscoso o el árido, el que los militares usan dentro de sus unidades para el trabajo diario, el jefe del Estado Mayor de la Defensa va con uniforme de punta en blanco, con todas sus condecoraciones. Lo mismo el general Laurentino Ceña, jefe de la Guardia Civil; e igual la máxima autoridad de la Policía Nacional. Con sus uniformes y sus condecoraciones, ofrecen una imagen sólida de un Estado en el que podemos confiar. Y al lado de ellos, Fernando Simón con su chaleqillo de punto, que se nota a chorros que es de las rebajas, recordándonos que es el mismo que nos anunció antes de todo esto que con el virus No Passsa Nada.

Pero íbamos por Sánchez, por una de sus comparecencias televisivas. Me parece que la del sábado. Dijo algo que puede que cuele, pero que no nos convenció a los que somos niños de la postguerra. Dijo: "En nuestro país sólo quienes vivieron la guerra civil y la postguerra tienen en su memoria algo más duro que lo que estamos viviendo".

Pues no.

No sé la guerra, porque no había nacido, aunque sé lo mal que lo pasaron nuestros mayores, por lo que nos contaron. Pero sí conozco los años posteriores, como un niño de la postguerra que soy. Niño de la postguerra, viví aquella Sevilla, y les aseguro que esto es más duro que aquello. En la postguerra ninguna familia se llevó un mes entero (y eso de momento) confinada en su casa. En la postguerra no se cerraron las tiendas y los bares, ni quedó Sevilla desierta. Había, sí, una absoluta falta de libertades y muchas necesidades. Y muchos estraperlistas abusando de la escasez. Había cartillas de racionamiento. Yo he vivido de niño aquella Sevilla de las cartillas de racionamiento, con las que te daban una cierta cantidad de determinados alimentos cada semana, que tenías que recoger en una tienda de comestibles ya asignada. Sí, había mucha necesidad, mucha hambre, muchas apreturas. Pero en cambio Sevilla estaba abierta a su alegría de siempre, por muchos mantones negros que se vieran por las calles. Ningún hotel cerró. Al contrario, eran centros de reunión social en sus bares y salones, como el Hotel Madrid en La Magdalena, el Alfonso XIII o el Cristina con los espectáculos, orquesta y bailes de su Parrilla. Circulaban los tranvías. Jugaban el Sevilla y el Betis. Había toros, Semana Santa, Feria. Abiertas estaban las tabernas de los barrios para matar las penas con Valdepeñas y abiertos los más refinados cafés, como el Hernal de la Plaza Nueva o el Gran Britz de la calle Tetuán, que no tenían nada que envidiar a los de París o Viena. Abiertos estaban los cines y los grandes teatros, el San Fernando, el Cervantes, con La Piquer y con Juanita Reina. Las penas y las hambres iban por dentro, pero Sevilla estaba abierta a toda la luz, la alegría, la esperanza de la vida. Por eso digo que esto de ahora es peor. Estamos confinados, viviendo una guerra. Una guerra de verdad. Una guerra química o bacteriológica de libro. Si lo sabremos bien los niños de la postguerra...

 

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