En este día ritual de la primavera, cuando se acerca la primera luna llena grande de la gongorina estación florida, he tratado siempre de cumplir el dicho popular de mi tierra, para que no me faltaran manos con las que palpar la alegría: "El Domingo de Ramos, el que no estrena, no tiene manos".
He estrenado, muy de niño, ropitas cosidas por manos maternales, que ya ni recuerdo, y de las que no tengo siquiera una fotografía amarillecida por el tiempo guardada en la caja de los recuerdos familiares.
He estrenado, naturalmente, zapatos nuevos, como está mandado; mal día por cierto para hacerlo, a pesar de la tradición, pues más de un año acabé con los pies destrozados por las sobaduras que no pudieron remediar ni las milagrosas tiritas buscadas en una farmacia de guardia.
He estrenado, con toda la ilusión infantil, la colocación de la palma nueva en el balcón de casa, atada con sus cintas de seda, después que se la trajera a mi padre un sacristán de la Catedral tras la procesión de Tercia y la misa pontifical, sin preguntarme nunca qué mano de canónigo la había llevado por Gradas Bajas mientras la Giralda tocaba la mejor marcha procesional, su emocionante repique general.
He estrenado venga paquetes de pipas, y de avellanas, como llamamos en Sevilla a los cacahuetes, viendo las cofradías con las tatas en el balcón de la zapatería.
He estrenado, ya de muchacho, cuando tenía catorce o quince años, un traje nuevo... ¡con pantalón largo!, como todo un hombre, que era el Domingo de Ramos la fecha en que los chavales dejábamos los pantalones cortos de niños chicos que tantos fríos nos habían hecho pasar en los inviernos camino del colegio con las piernecitas desnudas.
He estrenado ir ya solo a ver las cofradìas con la pandilla del colegio, todos con nuestros pantalones largos de hombres, dirigidos por quien más sabía de cofradías y decía dónde habíamos de encaminarnos por una ciudad que íbamos descubriendo, por unas calles por las que nunca habíamos pasado y que, así, también estrenábamos.
He estrenado la mano de una novia, que ahora es mi mujer, para ir, ya sin pandilla, cogido de ella por esas calles de la memoria, por las que se pasa de año en año buscando la cofradía de un Cristo o de una Virgen.
He estrenado la llamada con la que el ADN de la memoria me ha llevado muchos años al sitio exacto, a la misma esquina donde mi madre veía esa cofradía de niña, llevada por mi abuela, y he sentido esa fuerza interior de la sangre que te lleva a la nostalgia de lo no vivido.
He estrenado mi ciudad, su luz, la alegría de sus gentes, la fragancia de sus naranjos en flor, la sonrisa nueva de las muchachas, el repeluco de las cofradías por los lugares más hermosos.
He estrenado la emoción al contemplar las lágrimas de los mayores al paso de una Virgen o de un Crisrto, lágrimas que conforme han ido pasando los años cada vez he ido comprendiendo mejor, recordando a los que ya no están para poder estrenar con nosotros el mundo cada año en este despertar de la vida del Domingo de Ramos.
Pero les juro por lo más sagrado, por El que está en San Lorenzo y tiene todo el poder y la gloria, porque es Dios mismo que nos salvó, que nunca había estrenado un Domingo de Ramos tan extraño, preocupante, tan lleno de dolor y de muerte, de incertidumbre, de miedo, de silencio, de ciudades vacías, como el de este año. Nos creíamos que íbamos a echar de menos las cofradías en la calle y ya, con esta angustia, hasta se nos han quitado las ganas de cofradías, esta penitencia absoluta y verdadera de no ver nazarenos y sentirse rodeado por la bulla de tanta desolación.
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