ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


ABC de Sevilla, 15 de junio  de 2020
                               
 

Un arabista en el olivo de Minerva

Siendo yo niño y muchacho, como cantaba el romance de la morería de Abenámar, a pie, en bicicleta o en una Velosolex como la de Jacques Tati en "Mi tío", me encantaba en Guadalcanal subir hasta lo más alto del Puerto de la Cruz. Era el último punto elevado de la Sierra Morena de Sevilla, frontero ya con Extremadura, cuyas lindes empezaban allí mismo, en el término de Fuente del Arco. Se te abría ante la vista el paisaje seco y feraz de aquella inmensa elevada llanura extremeña, los antiguos estados de la Orden de Santiago, como un perfecto diorama, con sus cortijos, sus cultivos, sus caminos, sus arroyos, la cal de sus pueblos. Al pie de la Sierra del Viento veías desde Llerena a la izquierda hasta el Peñón de Peñarroya a la derecha, todos aquellos pequeños pueblos blancos: Valverde, Ahillones, Berlanga, Azuaga, La Granja de Torrehermosa del recordado Santiago Castelo. Y quien me iba a mí a decir, "siendo yo niño y muchacho", que por las calles de uno de aquellos pueblos, de Berlanga, corretearía entonces un niño llamado Rafael Valencia Rodríguez, quien andando los años, muchos, habría de ser primero mi compañero y después mi director en la Real Academia Sevillana de Buenas Letras.

Puede ahora parecer contradictorio, pero tanto como las tareas de la Academia de Buenas Letras, al querido Rafael Valencia y al numerario que suscribe nos unía aquel paisaje de la última Andalucía y la Extremadura primera de su natal Berlanga. Quien que nos viera cualquier viernes antes de una junta en el patio de la Casa de los Pinelo podría creerse que hablábamos de su gran especialidad, de la Sevilla islámica, o de los poetas arábigoandaluces que editó su maestro don Emilio García Gómez. Pero no. Era de olivares. Como dos viejos tratantes a la puerta del Círculo Mercantil, hablábamos de cómo venía la aceituna. De la de Guadalcanal y de los olivos que tenía y cuidaba Rafael Valencia al pie de la Sierra del Viento que partía Andalucía y Extremadura. Rafael tenía sus olivos en la parte buena de la Sierra del Viento, en la umbría extremeña, no en la solana andaluza que da a Guadalcanal. Y le preguntaba cómo venía la cosecha. Y con su gran bondad, simpatía y sabiduría, con los grandes detalles que siempre tuvo conmigo durante sus dos mandatos como director de la Academia, nos gastábamos bromas sobre los olivos de Guadalcanal y el aceite de sus cooperativas y el que él enviaba desde su querida umbría de la Sierra del Viento a la almazara, que en su boca de arabista era doblemente islámica. Siempre tenía Rafael para mí y para Isabel mi mujer una palabra amable, un gesto desprendido de amistad, de comprensión, de generosidad.

Son las cosas de Sevilla. Rafael Valencia, arabista, se conocía como la palma de la mano Bagdad, al frente de cuyo Instituto Hispano-Árabe de Cultura había estado tantos años, sucediendo a don Emilio García Gómez. Escribía y hablaba árabe y en todos sus mensajes y escritos venía al final una escritura en dicha lengua que sólo él sabía lo que decía. Y aquel arabista, sucesor de Pascual de Gayangos, aquel conocedor como pocos de la Sevilla andalusí, no sólo no nos presentaba la historia de la ciudad y de España, al contrario de tantos indocumentados, como una batalla de moros y cristianos, sino que, contradictoriamente, o al menos conmigo, de lo que más le gustaba hablar era de algo tan romano como el olivo. El arabista Rafael Valencia dirigió y sacó adelante en los tiempos económicamente más difíciles y abrió a la ciudad y a la sociedad a una centenaria academia que tenía como escudo algo tan romano como el olivo de Minerva. Yo ahora subo al Puerto de la Cruz y veo desde allí la Berlanga natal de este arabista irrepetible, generoso, sabio, humilde, trabajador, y le pido a Dios, que él en árabe pondría lo que ahora digo, que es "el más grande", por la luz eterna de este gran director de nuestra Academia, que anteriormente fue como secretario la mano derecha de Enriqueta Vila y que engrandeció y actualizó una institución secular. Como su maestro García Gómez sorprendentemente sabía tanto de coplas, Rafael sabía muchísimo de toros. Y, ya digo: era el irrepetible arabista a quien más le gustaba hablar del romanísimo olivo, bajo las ramas del nuestro heráldico, "Minervae Baeticae".

BIOGRAFIA DEL PROFESOR DON RAFAEL VALENCIA

 

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