ANTONIO BURGOS | ANTOLOGÍA DEL RECUADRO


ABC de Sevilla,  25 de agosto  de 2020
                               
 

El maestro Laffón

Publicado el 6 de noviembre de 1978

 

"Aquí presidía el reino de la poesía. Laffón, el maestro Laffón, fue para todos nosotros lo que Aleixandre para los poetas de Madrid"

 

Cumpliendo su propio verso, como un endecasílabo de la madrugada de noviembre, «para morir es buena cualquier hora», Rafael Laffón ha muerto, y quienes en Sevilla escribimos nos hemos quedado sin maestro, sin un mayor a quien preguntar, sin una mesa de camilla donde acudir una tarde. Julio de la Rosa me preguntaba habitualmente por nuestra larga deuda no saldada con Rafael Laffón:

 

—¿Y el maestro Laffón, hace mucho que no lo ves?

Sí, hacía mucho que no veíamos al maestro Laffón, pero lo seguíamos viendo en su obra, vigilia del jazmín, adviento de la angustia, corazón a dos aguas de la difícil Sevilla de las ramas ingratas, cicatriz y reino de la poesía en el silencio y la soledad, primero en aquel chalecito de Heliópolis donde la riada del cuarenta y siete se llevó a su mujer, luego en la casa del hijo, en el patio y el mármol del barrio de San Lorenzo. Siempre a dos aguas, como las viejas casas de la Sevilla anterior a que hubiera azoteas. Aguas terribles la de su cercano Guadaira, en aquel chalecito de los últimos de Heliópolis, casi a la orilla de río, donde las aguas, no una ni dos, sino una de las últimas grandes riadas de Sevilla, se llevó el tesoro de lo mejor de su biblioteca, con muchas primeras ediciones dedicadas por sus autores.

El maestro Laffón, como un capítulo vivido de su Sevilla del buen recuerdo, había vuelto a sus orígenes, al barrio de las incoherencias de un niño sensible, a la incoherencia sevillana de ver que la vida seguía pasando como un gran verso ultraísta.

 

Para Laffón tuvimos todos en vida, a dos aguas, un agradecimiento y un olvido, ese reconocimiento de maestro y esa injusticia de la lejanía en que quedaba el poeta. Todos los que escribimos en Sevilla hemos sido, y justo es reconocerlo ahora, un poco las ramas ingratas de quien aquí presidía el reino de la poesía. Laffón, el maestro Laffón, fue para todos nosotros lo que Aleixandre para los poetas de Madrid. Laffón ponía prólogos, hacía críticas encomiásticas a libros primerizos, buscaba colecciones donde publicar libros adolescentes. Incluso él mismo llegó a pagar de su bolsillo toda una serie, «La muestra», carpetas donde anda recopilada la amistad y la poesía.

 

Poeta hermético, de esa Sevilla secreta y difícil de lo callado y lo vanguardista, Laffón fue algo más que nuestro vivo ejemplo del Veintisiete. Del Veintisiete es también Juan Sierra, y mientras Sierra iba siempre para inmenso corazón de la poesía vivida, Laffón apuntó desde un comienzo por el patriarcado, por el honor de maestro en un gremio tan complicado como el de la gente de pluma, qué tropa, que decía Romanones. Muchos en Sevilla ni comprendieron ni hicieron justicia a un poeta que escribió al mismo tiempo los romances del Santo Rey y «Sinusoides y Puzzle», la tradición y la vanguardia en una misma obra de fábrica poética, cubierta por ese tejado a dos aguas que es siempre Sevilla.

 

Laffón ha muerto, y no solamente nos hemos quedado, qué tropa, sin el maestro, sino que todos somos más viejos. Toda una generación literaria se nos ha ido, Joaquín Romero, don Santiago Montoto... Ahora Juan Sierra es nuestro último maestro vivo. En el gremio, las jóvenes promesas de los taifas del cincuenta y tantos ya casi son viejas glorias. Asusta pensar que de aquí a nada Barrios y Ferrand serán los decanos de las letras sevillanas. Como un trágico endecasílabo de la madrugada de noviembre, con la muerte de Laffón el viernes nos acostamos jóvenes promesas y el sábado nos levantamos viejas glorias. Como un verso de la Sevilla de Laffón.

 

  

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