ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


ABC de Sevilla,  2 de febrero  de 2021
                               
 

El frac de Manuel Salinas

En esta actual España donde padecemos una Barcelona enfrentada y cateta, empequeñecida por los localismos del separatismo de sediciosos en campaña, se recuerda aquella abierta y más que europea Ciudad Condal de los años finales del franquismo, capital editorial y cultural de la nación, con los novelistas del "boom" sudamericano, García Márquez y Vargas Llosa a la cabeza, que se vinieron a vivir aquí, altavoz de todo lo nuevo y de cuanto buscábamos de creación en libertad. Mutatis mutandis, a Sevilla le pasó algo parecido en aquellos mismos años. De una Sevilla Eterna embebida en sus tradiciones pasamos a una serie de símbolos de una ciudad que se abría al mundo, buscaba otros horizontes, en la música "rock" con "Alameda", en el cante con Lole y Manuel, en el teatro de "Esperpento", en el Cine Club Vida, en la galería de Juana de Aizpuru, en La Pasarela, en los "narraluces", en los discos que García Pelayo producía para Movieplay, en el teatro de Távora, en tantas y tantas iniciativas de una ciudad que, sin querer dejar de ser ella misma, intentaba abrirse a los aires del mundo.

Se nos ha ido un símbolo vivido y activo de aquella Sevilla que pudo haber sido y no fue: el pintor Manuel Salinas Milá. Habiendo nacido en la familia que nació, en los años en que nació, en la Sevilla en que nació, lo lógico y natural es que Salinas hubiera sido, tras su paso por la entonces Escuela Superior de Bellas Artes, un pintor figurativo y realista sevillano más, de lo que andan entre los barros de Zurbarán y las telas de manto de Purísima de Murillo, No me lo han dicho, ni lo he leído en parte alguna, pero tuvo que ser fundamental para Manuel Salinas la dicha de la madre que tuvo, doña María Asunción Mila Sagnier, una noble catalana llegada a Sevilla durante la guerra civil, que se casó con Manuel Salinas Benjumea y fundó una extensa familia y, en uso de su libertad y su cristianismo, siempre ha estado al frente de todas las iniciativas contra la pena de muerte y a favor de los derechos humanos.

Manuel Salinas fue parte fundamental de aquella Sevilla. Se ha dicho que era un pintor abstracto. Era algo más: vanguardia pura en la ciudad de los convencionalismos, libertad de creación. Color, color, mucho color, con esas manchas cromáticas que me recordaban a un Mondrian sin líneas negras de separación. Salinas pintó un toro que era un toro y que no devolvieron en el cartel de la Real Maestranza de 2009. Pintó el paño de la Verónica para la Hermandad del Valle en 2012. Pero, sobre todo, fue un personal y libre animador cultural de aquella Sevilla cuyo mejor símbolo fue el Centro M-11, establecido en la Casa de Velázquez por Javier Guardiola y el duque de Segorbe, que promovió exposiciones de Millares, Saura y el Equipo Crónica y agrupó a aquella imposible vanguardia sevillana. Cuando en 2016 ingresó Salinas como académico en la Real de Bellas Artes de Santa Isabel de Hungría, era como si, finalmente, aquella inquieta e inquietante vanguardia hubiera alcanzado sus utópicos objetivos, revestido de negro frac quien había sido adelantado y personalísimo pintor de los más vivos colores no figurativos.

 

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