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                         HABÍA
                        quedado, allí en el salón, la bandeja con el plato de
                        las tapas de queso ya vacío; y la botella con la cara
                        de litografía antigua de la gitana había perdido ese
                        punto de enfriamiento en el que dicen que los sevillanos
                        somos maestros; y había quedado allí uno de los
                        catavinos que él me mandó, glorioso y orondo como la
                        panza de un galeón llena de oro americano, río arriba.
                        Pero no sabía yo, hasta ahora que ha sonado el
                        teléfono en el escritorio y me han dicho su muerte, que
                        en aquel catavino no había quedado hoy, antes del
                        almuerzo, una gota de manzanilla de Sanlúcar, sino una
                        lágrima literaria por el que fue su embajador en
                        Sevilla, don Simón Sánchez López, caballero cubierto
                        de los mostradores, diplomático en la más dura guerra
                        fría que un vino andaluz nunca librara. 
                        Simón era de Castilleja. Como las
                        tortas, como los campanilleros de Santiago y como Diego
                        de los Reyes. Igual que Diego lo consiguió, Simón lo
                        había intentado, lo que todos soñamos un día de
                        muchachos en Sevilla: ser torero. De ahí creo que le
                        quedaba su recta figura, erguida, de la que dije
                        un día que estaba entre Nicanor Villalta y Luis Fuentes
                        Bejarano. De ahí creo que le quedaba ese ademán
                        garboso en su porte, alto y girocho, breve el ala del
                        sombrero jipijapa, blanca y planchada como una muleta de
                        temple esa guayabera que llevaba como la prenda de
                        etiqueta del presidente de una República escapada de
                        los libros de Miguel Ángel Asturias. 
                        Simón parecía que acababa de llegar
                        siempre de Sanlúcar, por la mucha América que en sus
                        andares, tan virreinales, traía, que pedían música de
                        un viejo danzón tocado por un órgano callejero de una
                        insurreccional provincia de Oriente con palmeras,
                        mulatonas sudorosas de pañuelo y abanico, ventiladores
                        de techo, mecedoras y negros emancipadores. Por eso la
                        manzanilla que vendía por cajas Simón, en los
                        misterios gozosos de su viacrucis por los bares y
                        tabernas de Sevilla, tenía que llegar tan fresca, tan
                        fina, porque Simón parecía que llevaba en aquella su
                        carpeta de gomillas todos los legajos del archivo de
                        Medina Sidonia con las viejas historias de bodegas, de
                        viñas, de conventos desamortizados, de botas camino del
                        Novedades o de La Vinícola y de cantes de ¡da y
                        vuelta. 
                        Un día, ahora hará un año, ante un
                        montañés de Sevilla que se llama Rodrigo, vi cómo
                        Simón, sin perder la compostura, con aquella su
                        elegancia y aquella su justeza de palabras, defendía
                        los vinos de Sanlúcar, no su marca, sino todos los
                        vinos sanluqueños: 
                        
                          --¿Cómo andamos de manzanilla? 
                         
                        Y río arriba, por el recuerdo, en un bergantín o en
                        una goleta muy marinera, venían las botas del vino que
                        en Sevilla había perdido una guerra y con Simón, en
                        años duros, la había vuelto a ganar. Yo entonces
                        escribí un nombramiento lírico: hice a don Simón
                        Sánchez López embajador extraordinario y
                        plenipotenciario de la manzanilla, y pedí por el
                        telégrafo de banderas a Sanlúcar que mandaran una
                        carroza de los Montpensier desde el Botánico para que
                        presentara sus cartas credenciales. Las cartas fueron
                        presentadas y hoy podemos extender un parte de guerra,
                        que afirma entre coplas que la manzanilla ha vuelto a
                        ganar la silla que perdió en Sevilla, y que sus
                        nombres, Gitana, Alegría, Eva, Goya, Guita, Solear,
                        vuelven a sonar por las tabernas como una letanía
                        lauretana de la viña y la mar. Simón sigue ganando
                        batallas después de muerto. Cid sanluqueño al que
                        enterraron en Castilleja el otro día. Me lo ha dicho
                        una lágrima dorada, con la sal de la mar y la luz de la
                        marisma, que quedó esta tarde en un catavino que Simón
                        me regaló.
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