Tanto están
proliferando las tiendas de "gourmets", que no sé por qué no
españolizamos la voz francesa de las exquisiteces y la escribimos
tal como suena, "gurmé", como ponemos otras voces de origen galo,
chalé o carné. En los grandes almacenes, en las grandes
superficies, en la esquina del barrio, la tienda de las maravillas
de latas y de embutidos, de botellas y de frutas, con ese sentido
como de privilegio para pocos que siempre tienen estas delicias,
en las que no miramos nunca el precio, sino la exclusividad. Son
los clientes habituales de las tiendas de exquisiteces como
devotísimos profesos de una religión, con fervor de conversos, que
a todos quieren convencer de sus buenas nuevas. Usted lo habrá
escuchado muchas veces al amigo que ha descubierto el no va más en
una de estas tiendas:-- ¿Te gusta la
mojama?
-- Sí, la he tomado algunas veces...
-- Pues si te gusta la mojama, vas a ir a una
tienda de exquisiteces que he descubierto, donde tienen la menor
mojama del mundo. No estas mojamas como industriales que te ponen
por ahí, no. Las traen de una fabrica artesanal, con una
producción cortísima, y cada mojama es una maravilla. Cuando la
pruebes verás que no se parece en nada a lo que habías tomado
antes.
Y quien dice los fervorosos propagandistas de la
mojama puede hablar de los defensores de determinado vino de
cierta zona con denominación de origen, cuyas excelencias
sobreponen a las más conocidas. O de los aceites. En la aceitera
España estamos gracias a Dios conociendo toda una cultura del
aceite, ya no se compra aceite sin más, sino que se mira el
apropiado para la ensalada, y se distingue entre el sabor de la
hojiblanca y la picual, entre la arbequina y la manzanilla.
Pero nada como el jamón. El Ministerio de
Economía y Hacienda, junto a los datos del PIB y de la renta
familiar, debería divulgar como indicador de la prosperidad
económica lo que sabemos los españoles de jamón. Pata negra, por
descontado. Serrano de bellota, desde luego. De Guijuelo o de la
sierra de Huelva, pero sin conocer estabulación ni pienso
compuesto. De recebo, lo mínimo. Con lo que verdaderamente somos
exigentes los españoles es con el jamón. El español, poco
aficionado al libro de reclamaciones ni a las protestas por la
calidad en el servicio, parece que todos sus deseos de perfección
los emplea con el jamón. Estás en la carretera, paras en una
gasolinera o en una venta para tomar café y ves que al lado otro
viajero pide un bocadillo de jamón. Y ese español que no pone la
menor pega a la cerveza que le sirvan o a la copa de Rioja, se
vuelve exigentísimo en punto a jamón:
-- A mí me vas a poner un bocadillo de jamón.
Pero a ver el jamón que me vas a poner, ¿eh?
Lo más probable es que ese bocadillo de jamón,
un simple y modesto bocadillo de jamón, vaya devuelto a los
corrales de la cafetería de carretera:
-- Este jamón está seco, y además que no es
serrano de bellota de pata negra.
El camarero, el pobre, se va para el anaquel
donde está el jamonero y se lo enseña al cliente, con toda su
paciencia:
-- Mire usted, es el que estamos poniendo y
nadie se ha quejado, lo hemos abierto esta mañana, mire usted qué
buen corte tiene...
-- ¡Pues este jamón no está en condiciones!
Y si esto es en una simple venta de carretera,
nada digo del restaurante lujoso. He visto devolver raciones de
jamón "al centro" (siempre "al centro", como Adolfo Suárez) porque
tenían poco brillo, o excesivo brillo, o porque tenían poco
tocino, o demasiado. O porque las fibras del músculo del cerdo no
complacían al exigentísimo experto en Jabugo.
Todo se nos va en estas tonterías. Ese mismo
españolito que echa atrás una ración de jamón por falta de trapío,
no protesta en cambio cuando le cobran un fortunón por una
reparación casera de fontanería que además no le soluciona el
problema del cuarto de baño. O cuando el coche que ha comprado
viene con un defecto de fábrica que le hace incluso peligrar en su
seguridad. Compramos pisos archimillonartios con pinturas
defectuosas y portaje que no cierra, pero no protestamos. Nos
alojamos en habitaciones de hoteles totalmente inadecuadas a lo
caro que nos cobran por ellas, y ni chistamos. Nos engaña el que
viene a arreglar la antena de televisión, el que hace la
reparación de la caldera del agua caliente, pero no protestamos y
lo aceptamos todo con resignación de cordero camino del matadero.
Toda nuestra capacidad de protesta se nos va inútilmente en el
jamón, ya sea en ración, ya sea en bocadillo. España funcionaría
perfectamente y esto sería Suecia y Alemania juntas si los
españoles aplicaran a todos los ámbitos de la vida las mismas
exigencias que a un simple plato de jamón.
Sobre el jamón, en El
RedCuadro :