Siempre se les iban cayendo los mocos. Las velas.
Hay que ver la de cosas que significaba la palabra vela... La vela era la que, como
una media luna anticipada, se recortaba en el horizonte de la mar de Rota cuando, al caer
la tarden, las parejas de faluchos pesqueros volvían al muelle para descargar sus cajones
de plata en el resbaladero. La vela era la que, ya al caer la tarde, con las primeras
sombras de la noche, descorrían por el verano los tenderos de la Alcaicería, la voz que
se oía en casa de los Mesa Puyana cuando ya habían dado las vacaciones, pero aún no nos
habíamos ido a Rota:
--- Niña, corre la vela...
La vela era la del Rosario de
Almonte aquel Rocío hermoso, una vela envuelta en un papel de estraza a modo de fanal
para que no la apagara el viento de la marisma mientras sonaban las coplas dando vivas a
Santo Domingo que lo ha fundado, Santa, Santa María, Madre Dios, ruega por nosotros, por
nosotros pecadores, ahora, y en la hora, de nuestra muerte, amen, Jesús, y luego ya
cantábamos, pero con tonada de rosario de la Aurora, las mismas sevillanas que bailaban
las niñas por la tarde, cuando habían regado la puerta, habían barrido la acera y
pasaban hombres con chaquetas blancas camino de los sillones de mimbre del casino:
- La Virgen del Rocío
- no es obra humana,
- que bajó de los cielos
- una mañana,
- eso sería, eso sería
- para ser Reina y Madre
- de Andalucía...
Y las velas eran los
mocos, niño, límpiate esas velas, mamá, mira esta niña, lo asquerosa que es, que no se
limpia las velas. A los niños del Hospicio siempre se les iban cayendo los mocos. Claro,
como no tenían madre, ni tías que le dedicaran por la radio Angelitos Negros al
cumplir los siete añitos, no tenían quien les riñera por dejarse correr las velas
labios abajo, qué asco, niña, hasta la boca... Los niños del Hospicio, aunque estaban
en la calle San Luis, eran como del barrio. No había fiesta religiosa que no viéramos a
los niños del Hospicio, con sus velas, con sus babis de rayas, con sus alpargatas sin
calcetines, lo que más pena me daba de los niños del Hospicio es que nunca llevaban
calcetines. Estaban pelados al cero, pero el barbero les había dejado un flequillo aquí
delante, como el que gastaban los curas y se dejaban, imitándolos, los sacristanes. Cada
tarde de Semana Santa, de la Catedral sacaban los bancos del Trascoro y los ponían en las
Gradas, para que los niños del Hospicio vieran las cofradías. No habíamos ni acabado de
comer cuando empezaban los ruidos de los bancos contra las losas de Tarifa. Eran la señal
de que ya venía la cofradía del Porvenir por la Puerta Jerez, camino de la Campana, o
que ya venía el Ayuntamiento bajo mazas, camino de los oficios de la Catedral:
--- Venga, empezad a
arreglaos, que ya están sacando los bancos de los niños del Hospicio...
Y allí se pasaban los pobres
todas las tardes de Semana Santa, como una oscura mancha sus cabezas peladas al cero, sus
babis, sus alpargatas, frente al oro y la plata de los palios. O venían abriendo carrera
cuando el Corpus, qué madrugón, pero qué olor más bonito a romero y qué bien sonaban
las campanas. Los niños del Hospicio eran como el cohete de las fiestas. En la mañana de
Corpus:
--- Venga, niños, al balcón
a ver el Corpus, que ya están saliendo los niños del Hospicio...
Y por la calle venían ya, en
dos largas filas, tras la cruz arzobispal. Sus blancas alpargatas, sobre el piso de
romero. Sus babis, sus cabezas rapadas al cero. Una tarde, cuando me llevaban a pelarme
antes del veraneo, como le dijeron a Antonio el barbero que me metiera bien la maquinilla,
que a ver si me duraba hasta septiembre, le dije:
--- Pero que no sea como los
niños del Hospicio, Antonio...
Y Antonio, qué maravilla,
había sido hasta camarero en los vapores de Ybarra, me enseñó la maquinilla, que ponía
un 0., un 1, con una ruedecita. Al 0, los soldados y los niños del Hospicio. Al 1, los
que tenía que durarnos el pelado hasta septiembre...
Venían luego en el Corpus los
estandartes de las cofradías, los rocieros de Triana, tan morenos de marismas, con el
camino de vuelta recién hecho. Venían los santos de plata, la copa de armiño de San
Fernando, la Custodia entre incienso, seises, canónigos y bayonetas caladas de soldados
tan pelones como los incluseros, descubiertos, con el casco pendiéndoles del barbuquejo
sobre la espalda.. Pero nunca se nos olvidaba la tristeza de los ojos de los niños del
Hospicio:
--- Míralos, los pobrecitos
no tiene padre...
Andando los años, los niños
del Hospicio, otros niños del Hospicio, con la misma altura, las mismas velas de mocos,
las mismas alpargatas, los mismos babis, seguían abriendo la procesión del Corpus. Era
entonces cuando empezábamos a comprender de otra forma la tristeza de la mirada de
desamor de aquellos hijos del amor. Como ya estábamos picardeados, el amigote que aquel
Corpus venía a ver la procesión al balcón nos decía siempre entre risas y cuchicheos:
--- Mira, los hijos de las
putas de la Alameda...