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La
playa de Puente Romano, la arena en sí, el pisoplaza del
verano, ¿para qué vamos a engañarnos?, es como todas las
playas de Marbella: un horror. Una arena gorda, negruzca, que te
convierte en "pied noir" argelino en cuanto la pisas,
de cómo se te pega a los pies mojados. Un mar más frío que
sus muertos rompe sobre una pendiente tan pronunciada que no hay
forma de pasear por la orilla sin que cojas una escoliosis.
-- Pues anda que está usted poniendo bien a las playas de
Marbella...
No, las estoy poniendo divinamente. Si en Marbella, sin tener
playa, más que camiones de arenas vertidos junto a los
espigones para que no se los lleven las mareas, si en Marbella,
decía, han liado la que han liado con esa arena, con esos
pedruscos en el suelo donde se hace pie, con esos pinchos de
erizo que vas derecho a la caseta de la Cruz Roja, ¿qué
hubieran liado si llegan a tener unas playas extensas y de
arenas finas como las de la playa Victoria gaditana, como las de
Matalascañas, como las de Tarifa? Lo de Marbella tiene mucho
más mérito en función de la calidad de la playa en sí.
Estábamos incosoleando el año pasado y le preguntamos en la
piscina a un elegante general retirado del Aire, huésped como
nosotros del paraíso de Río Real:
-- Mi general, ¿y sus nietas? ¿No bajan hoy a la piscina?
-- No --nos dijo--, se han ido a ese terreno de labor al que
aquí llaman playa...
En ese terreno de labor al que Banús, Meliá, Soriano,
Hohenlohe, Fierro y otros promotores llamaron playa y la gente
se lo creyó, Antonio Lopera, el antiguo director del Alfonso
XIII y del Villamagna, creó un día la maravilla de Puente
Romano. Lo que los americanos llaman un "resort", que
es un sitio donde llegas y no te dan ganas de salir a la calle
ni de ir al pueblo. Una maravilla con palmeras, jardines,
surtidores, donde por el precio de habitación y desayuno te
crees de jeque árabe para arriba. Y al beach de este paraíso,
que tiene hasta su espigón y su embarcadero, llegó la otra
tarde una patera. Bueno, una zodiac. Las pateras son ahora
zodiacs. Veintiséis magrebíes, abrasados de sol y de miedo y
paradójicamente con el frío de la mar y de lo desconocido en
los huesos, desembarcaron directamente en el paraíso que
buscaban, en el beach de Puente Romano. Como se enteren los
animadores socioculturales de los hoteles, estoy viendo que lo
ponen en el programa del día: "A las 12, clases de
sevillanas; a las 13, bingo infantil; a las 17, desembarco de
pateras". Me imagino que los pijos de Madrid les harían
fotos y que los extranjeros, como siempre, no comprenderían
nada. Probablemente a nadie se le cortó la digestión del bufé
de langosta viendo a los moros llegar en la patera. En todo
caso, un vigilante de seguridad les preguntaría si estaban
alojados en el hotel, que si no enseñaban la llave electrónica
no podían estar allí.
Cuentan las crónicas que los veintiséis simpapeles huyeron
como pudieron por aquel paraíso artificial de Puente Romano,
hacia las urbanizaciones de La Carolina o hacia Río Verde.
Añaden que muy cerca está el palacio del Rey Fahd de la
Arabia. Como decía El Beni en los primeros tiempos de Puerto
Banús, desde su cátedra del tablao de La Cañeta, el Rey Fahd
no es moro, es árabe. En Marbella, los moros son los que llegan
en patera al beach; los árabes, los que hacen fondear frente al
beach el yate que les trae a las bailarinas de París.
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