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En
este fervor inquisitorial de neoconversos por las nuevas
tecnologías, nos estamos olvidando de las antiguas, sin el
menor sentido del valor que tienen los testimonios históricos.
Llegará el día en que, un poner, una antigua máquina de
escribir tendrá el mismo valor arqueológico que ese torso
romano de atleta que ha aparecido en el Salón de Ecija,
desplazada la mecanografía por los procesadores de textos de
los ordenadores. Nada decimos de las viejas registradoras de los
comercios, jubiladas todas por los sistemas informáticos de
gestión de cobros e inventario instantáneo de existencias. Son
ya objetos de arqueología el papel de calco; los lápices de
tinta aquellos cuya punta había que humedecer con saliva; las
pizarras y pizarrines colegiales; hasta las plumas
estilográficas, y nada decimos de las plumillas Cervantes con
tintero de porcelana que estaban en el agujero de los pupitres
de las bancas de los colegios.
Decimos todo esto porque como el gran triunfo de las nuevas
tecnologías cibernéticas e informáticas aplicadas a nuestra
primera industria, que son los bares, un estudio de la
Universidad de Sevilla ha redactado el parte de la victoria
sobre la tiza del camarero que iba apuntando la cuenta sobre el
aguachirle de la madera del mostrador: "Vencida y derrotada
la tiza, todas las cuentas de las papas muy simpáticas se hacen
por ordenador". Ya no hay una tiza en la oreja del
montañés que vaya apuntando cada copa de aguardiente sobre el
manchado mostrador de "Tatuaje". Ahora es un tique de
impresora de ordenador el que te ponen debajo de un vaso en el
más castizo de los casos, o sin que tú lo veas, en un
portapapeles interior de la caoba.
¿Avance de las tecnologías? Puede ser. Avance arrasador,
que deja atrás un tesoro etnográfico perdido. Ahora Fernando
Villalón le dice al montañés que eche vino, que lo paga Luis
de Vargas, y al señor Vargas no le apuntan la cuenta con tiza
en la madera, sino que le ponen allí un papelito. Hacemos
memoria, y no recordamos ya una sola taberna donde quede el
ábaco mollatoso de la tiza. Igual que publican guías
turísticas de tapas, deberían editar catálogos de viejos
bares donde podamos contemplar la perdida grandeza de la
aritmética de la tiza, ciencia exacta de nuestros ritos
tabernarios.
Como el recitado de las tapas. La oratoria comercial ha
perdido el recitado único de la lista de tapas, a manos de los
ordenadores que imprimen la lista que te dan metida en un
plástico. Decías "¿qué hay de tapa?" y te salía
en cada camarero un Demóstenes de los fogones, cada manjar con
su artículo determinado por delante:
-- De tapita tenemos el pez espada empanado, la ensaladilla,
los chocos fritos, los calamares a la riojana, la sangre
encebollada, la carne con tomate, las papas aliñás, el cazón
en amarillo...
Ahora preguntas por las tapas y el tío te tira el plástico
con la lista impresa como el que te presenta al cobro el plazo
de la hipoteca. Y digo yo que ya que el turismo y la hostelería
son nuestras primeras industrias, deberían establecerse como
tabernas de interés histórico-artístico, donde te fueran
apuntando la cuenta con tiza sobre el mostrador y donde a cada
ronda de copas te recitaran, casi cantaran, la lista de las
tapas.
Y así, de paso, podrían salir del pez espada, que empezaba
a oler y del cazón, que estaba dando ya el cante. Porque como
las tapas que decían en primero y último lugares eran con las
que se quedaba uno inmediatamente, en tal orden las recitaban
cuando querían hacer limpieza de corrales y salir de aquel
cazón que llevaba ya allí una semana y de aquel pez espada que
empezaba ya a cobrar trienios.
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