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Pujol
está en Sevilla, estación de partida del tren que hizo de
Cataluña la novena provincia andaluza en los años 60 y 70. En
su visita "ad limina migrantibus", a la fábrica de
catalanes de adopción que fueron los pueblos andaluces, le ha
confesado a alguien las claves de la actual estampía en pos del
soberanismo. Probablemente lo negará antes de que el gallo
cante tres veces, pero el honorable ha dicho:
-- Es que Cataluña no puede ser como Cuenca...
Y quien dice Cataluña, nada digo de Vasconia. Si Hamlet
fuera miembro de alguno de los partidos constitucionalistas que
se están batiendo el cobre por las libertades en el País
Vasco, cogería una de las más de 800 calaveras que nos ha
costado este modelo autonómico y diría sobre ella:
-- Ser como Cuenca o no ser como Cuenca, ésa es la
cuestión...
Hay quien, a las bravas, dice que todo el problema del miedo
y de las libertades en el País Vasco se arreglaría si el
Gobierno cometiera el error de suspender las garantías
estatutarias para aquellos territorios. Ya es demasiado tarde.
Todo esto es el resultado de aquella carrera desenfrenada del
sentimiento autonómico del "café para todos" que nos
entró a todos los españoles, y sálvese quien pueda, cuando
vimos en los inicios de la transición que Cataluña y el País
Vasco tenían sus Estatutos, mientras el resto de las regiones
seguían siendo regidas desde el Madrid del Gobierno de Suárez.
Aquellos polvos del agravio comparativo y su igualitaria
solución han traído estos lodos del barrizal del camino del
abismo. Antes de la Constitución estaba clarísimo. La
oposición al franquismo decía "nacionalidades y
regiones" de España. Las nacionalidades sabíamos cuáles
eran: las llamadas históricas; las regiones, el resto. En el
propio consenso constitucional para que catalanes y vascos
volvieran ser lo que fueron, siempre en la revancha de
reescribir la historia a partir de 1936, se admitía esta
diferencia, a fin de que el resto de España fuéramos sólo
regiones. Al cambio, Cuenca. (Y que conste que nada tengo contra
Cuenca: mi madre era de allí.)
Hasta los que defendimos más ardientemente en su día la
plena autonomía para nuestras tierras debemos reconocer el
error: olvidamos que había en España quien no podía admitir
aquel igualitarismo autonómico. Cuantas más competencias
tenían, ¿qué digo yo?, Murcia o Cantabria, más imposible era
que las nacionalidades históricas se conformaran con ser
iguales que las regiones. Vamos, que Cuenca. No advertimos que
agotado el moca del "café para todos" podían acabar
sirviendo hiel. Aquella carrera en pelo de todos en pos de su
máxima autonomía ha traído esta otra peligrosa desbandada de
los que como no admiten ser como los demás, niegan
sencillamente las libertades a quienes el Estado de las
Autonomías les parezca de cine. Como no los dejan ir en
primera, descarrilan el tren.
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