Me
da miedo el avión. Un miedo horroroso. Pero no volar, que es
una maravilla. Me espantan dos aspectos del avión a los que
nadie les tiene pavor, a saber:
1.- Ese taxista loco de una
ciudad desconocida que te lleva al aeropuerto a 150 kilómetros
por hora a través de una autopista sobrecargada. La montaña
rusa es nada al lado de un taxista alemán camino del aeropuerto
de Francfort. Es más probable tener un accidente de automóvil
camino del aeropuerto que sufrir un siniestro de aviación.
2.- La clase turista en los
vuelos transoceánicos. Los esclavos de Costa de Marfil que
llevaban a las Antillas en los barcos negreros iban en gran
clase si los comparamos a cómo vamos en turista a Nueva York o
a Buenos Aires, como piojos en costura, nueve o doce horas
engarrotados en un asiento de dos cuartas de ancho, con las
rodillas pegadas a la fila delantera.
En esta sociedad tan protectora
de los derechos humanos, no sé como no hay una ONG que defienda
a los viajeros en turista que vuelan a América o Asia. Dicen
que la tortura ha desaparecido en el mundo. Mentira. Quienes tal
dicen no han ido en turista a Nueva York. Ni el más refinado de
los tormentos chinos es comparable al que sufre el viajero, y
nada digo si va encajonado en las filas centrales de un Jumbo.
Esta tortura tiene ya hasta sus
caídos ilustres. Le podemos poner nombre a las víctimas del
tormento contemporáneo del tráfico de esclavos de las
servidumbres nuestro tiempo que han de viajar en clase turista.
Don Ángel
Martín Municio, presidente de la Real Academia de Ciencias
Exactas, Físicas y Naturales y vicedirector de la Española, ha
muerto de resultas de este crimen contra la Humanidad que está
pidiendo a gritos un juez Garzón. Claro que con su curiosidad
juvenible a sus 78 años y sus ganas de trabajar, lo de don
Ángel fue tentar al diablo, en su ilusión por preparar el
Congreso de las Academias de Ciencias. Tras superar 14 horas de
suplicio nunca mejor dicho chino en el Pekín-Amsterdam, enlazó
con otro vuelo a Madrid, y sin salir de Barajas tomó, siempre
en turista, al avión de San Juan de Puerto Rico, quién sabe si
con el tormento añadido de la escala en Santo Domingo. A la
vuelta de estos tormentos, don Ángel entregó su inquieta alma
a Dios. Todo fue por una maldita confusión de billetes, que se
lo extendieron de turista cuando debía haber sido en
preferente. Eso es lo normal en España para un científico y un
apasionado de la utilización de los recursos de la
digitalización para el esplendor de nuestra lengua. Si en vez
de un científico de prestigio mundial en preparación de un
congreso mundial de Ciencias hubiese sido una
pelandusca que venía a contar sus mentiras de alcoba y de
partes pudendas en una televisión, seguro que le habrían
mandado un billete en gran clase. Quien con tanto sentido común
fustigó las tonterías y absurdos de nuestra sociedad ha sido
paradójicamente víctima de ese atropello a los derechos
humanos llamado clase turista. La muerte viaja en turista.
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