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                ser perfectamente el capítulo de una novela de Caballero Bonald.
                La estampa ocurre en una ciudad andaluza, años de color sepia
                del hambre y el miedo de la postguerra. Pongan un amanecer, un
                coche lleno de señoritos borrachos que vienen de un cabaré o
                de una juerga flamenca y van a rematarla en un bar del amanecer
                donde ponen el café y las tostadas con manteca colorada que
                entonan el cuerpo. Entre risas, chafarrinones de color de los
                ajustados vestidos y maquillajes desvaídos por la madrugada
                bajan del coche con ellos varias de las que llamaban mujeres de
                la vida. ¿La vida? La vida
                es la que ahora empieza en la ciudad, la que se cruza con ellos.
                La vida son estos hombres camino del trabajo, gorra y canasto
                del almuerzo; van quizá en una bicicleta, o camino de la parada
                del tranvía. Y la vida, con toda su angustia, penuria y
                esperanza son estas dos mujeres que ahora vienen, que se cruzan
                con ellos en silencio. Llevan un negro manto que les cubre la
                cabeza, una estameña marrón, una toca, un crucifijo. Calzan
                alpargatas. Alpargatas como las que lleva el albañil que va
                camino del trabajo y que se cruza con los señoritos echándoles
                el mitin anarquista de una mirada torva y un silencio. Por la
                acera de la ciudad, entre las risotadas de los señoritos y las
                hetairas, se oyen las alpargatas de los trabajadores y las
                alpargatas de estas dos mujeres. Son dos hermanas de la Cruz que
                vienen de pasar la noche en un corral de vecinos, de velar a un
                enfermo. Mientras lo han estado cuidando han aprovechado la
                noche para lavarle la ropa, para hacerle la comida a una vecina
                que tiene nueve niños y el marido parado. En mi ciudad, como
                si fuera el desgarrador capítulo de una novela realista, se han
                visto muchas veces estos dos amaneceres contrapuestos. El
                amanecer de los señoritos de juerga que se cruzaban con el
                amanecer de las Hermanas de la Cruz que venían de pasar la
                noche en vela junto a un enfermo deshauciado, en la sala y
                alcoba de su corral de penurias, tuberculosis y hambres. En la ciudad lo
                sabían, que había sido una mujer nacida en esos mismos
                hondones de la miseria la que fundó el convento de esas monjas.
                Sor Angela de la Cruz nació en un corral de vecinos donde
                había seis habitaciones y vivían seis familias: una en cada
                cuarto. Nadie tuvo que enseñarle dónde estaba el dolor, dónde
                la Cruz que abrazó. Entre el amanecer de las juergas y el
                amanecer de las monjas que venían de cuidar enfermos, la ciudad
                supo qué aurora tenía que elegir. Y como un símbolo, Sor
                Angela acabó poniendo el convento de sus Hermanas de la Cruz en
                la casa donde había nacido Fernando Villalón. Como en tantos
                amaneceres, eran dos Andalucías frente a frente. Fernando
                Villalón se murió sin haber logrado criar toros con los ojos
                verdes. Sor Angela de la Cruz se murió habiendo conseguido
                pintar una Sevilla color de cielo.   Sor
  Angela de la Cruz en Internet
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