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La
palabra es preciosa, pero impronunciable en Cuba: papaya.
Solamente su sabor alcanza la belleza de la voz que la designa.
Como un verso lascivo de Nicolás Guillén, rumba, rumba,
sóngoro cosongo, dices papaya, lo rimas con las palmas de la
playa, le pones unas maracas y te sale Antonio Machín. Digo
Antonio Machín, no Celia Cruz ni Olga Guillot porque papaya es
tópico del trópico para consumo exterior, en España mismo,
pero innombrable en Cuba. No porque Fidel Castro la haya
prohibido. Hasta ahora de lo poquito que el dictador no ha
prohibido es la papaya. Pero papaya es una voz impronunciable en
Cuba, por malsonante y obscena. En Cuba suenan bien hasta las
palabras malsonantes, y papaya es malsonante. Papaya es tan
impronunciable en Cuba como concha en Argentina o como coger en
media Hispanoamérica. La papaya es el órgano sexual femenino.
La Habana es Cádiz con papayas en lugar de chupapiedras. En La
Habana, a la papaya hay que decirle fruta bomba.
Y el bombazo ha dado el Papa
con la fruta bomba, con la papaya. Juan Pablo II ha descubierto
al mundo la verdad infalible de los poderes antioxidantes de la
papaya. A mí me hacen mucha gracia estos papistas de nuevo
cuño, que desprecian al Papa y no admiten su magisterio en
cuestiones éticas o morales, pero están en cambio encantados
con su posición ante la guerra. Y ante la papaya. Rechazan el
magisterio pontificio sobre el aborto o la familia, pero asumen
como dogma el no a la guerra o el sí a la papaya. Nuestra
sociedad ha cambiado las ansias de perfección moral por el
deseo de poseer un cuerpo ideal. Al filo todos de la anorexia,
desprecian el tuétano de cuanto dice el Papa y se quedan con la
piel de la papaya. Aquí del Papa no se sigue más que la
encíclica de los cuerpos Danone que supone el consumo de la
papaya.
No dudo en las excelencias de
la papaya. Gracias a la papaya que se mete entre pecho y espalda
sobrevivió el Papa a la más dura prueba de su visita a
España. Lo más duro para el Papa no fue recibir a Zapatero, ni
ver cómo las señoras se cruzaban de piernas ante su presencia.
Lo más duro fue cuando el cura Lezama, cocinero y fraile,
perpetró en la persona del Papa la cursilería de un menú a
base de pimientos del piquillo rellenos de centollo. Aquí de la
cursilería de los pimientos del piquillo no se libra ni el
Papa. Las pancartas pedían la excomunión de Aznar. Yo pediría
mejor la excomunión del cura Lezama, por esa herejía de
someter al sucesor de Pedro al tormento hortera de los pimientos
del piquillo. No me extrañaría que el Papa, tan atento siempre
a los peligros de acechan a nuestra patria, se acordara de todos
los muertos de los pimientos del piquillo en su próxima
exhortación pastoral, y que desde la cátedra de Pedro dijera
"urbe et orbe": "Nos vemos con gran preocupación
un grave peligro que se cierne sobre la querida España, donde
hombres cursis y horteras someten al pueblo cristiano al
tormento espantoso de los pimientos del piquillo..."
Sor
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