|
Por
las esquinas del pueblo, a la hora en que antiguamente las
campanas de la torre de la parroquia tocaban el Ángelus, se oye
de pronto la sinfonía pastoril de la flauta del afilador. Sus
notas musicales son como una escalera para subirse a los
recuerdos. Notas de la escala arriba, notas de la escala abajo,
ni el viejo armonio de la iglesia suena de hermoso y antiguo con
los caramillos de la zampoña del afilador. El afilador suena a
costumbres de toda la vida, suena a cántaro yendo a la fuente
de los tres caños, suena a carros de mulas volviendo a la tarde
de la era con los costales preñados de trigo, suena a alberca
ensombrecida por el paradisiaco olor de la higuera.
Y de pronto, cuando estás
evocando todo un mundo de sonidos y de olores perdidos al
escuchar la flauta del afilador, ver aparecer por la esquina un
coche, lento, solemne, pausado, con un altavoz en el capó. De
ese altavoz empiezan a salir los sonidos del pregón del
afilador, que te sacan del sueño del tiempo dormido:
-- ¡Ha llegado el afilador, se
afilan los cuchillos, las tijeras, las hachas, los machetes...!
Y estás por hacerle una foto
al afilador motorizado, pero no hay mejor foto que la memoria ni
retrato más exacto que la palabra. Si yo ahora le echo una foto
al coche del afilador, apreso la imagen de esta hora, pero la
cámara digital nunca me sacará el paisaje del alma de los
recuerdos de estos oficios. Nos ha sido dado el privilegio de
contemplar la Edad Media y de admirarnos de la civilización
postindustrial sin salir de las esquinas de un pueblo andaluz, y
todo gracias al afilador. De niño yo veía aquel afilador
medieval, con su boina y su rueda de amolar que arrastrando
llevaba, y a la que cuando las vecinas sacaban un cuchillo de
matanza, le daba la vuelta, la dejaba como en un trípode, y con
el pie le iba dando a la polea que la movía. La piedra echaba
chispas sin edad, chispas de la velazqueña fragua de Vulcano.
Poco más tarde, el afilador instaló sus trebejos en el
transportín de una bicicleta. Seguía tocando la misma zampoña
pero ahora, cuando las vecinas le traían el cuchillo de la
cocina, sacaba un reposapiés a la rueda trasera, se montaba en
el sillín vuelto de espaldas y pedaleaba ingeniosamente para
girar la piedra de amolar. Años más tarde, seguía tocando el
mismo caramillo pastoril, pero lo mismo que con la bicicleta
hacía ya con una moto. Veías al afilador motorizado y te dabas
cuenta de pronto del progreso de la cultura material, recordando
aquella rueda medieval, como de una narración galaica de Alvaro
Cunqueiro, desaparecida hacía apenas unos años que parecían
toda una eternidad. Aquel afilador de la moto debía de ser el
padre de éste que ahora, con su coche, va recorriendo
lentamente las calles del pueblo. Las nietas de aquellas vecinas
sacan para amolar ya no herrumbrosos cuchillos de lumbre y de
fogón, sino relucientes piezas de acero inoxidable de la oferta
de la teletienda. Lo único que no ha cambiado en el tiempo es
el sonido de la flauta del afilador. Suena a Edad Media en el
pueblo con los tejados cubiertos por las paelleras de la
televisión digital.
Vino nuevo en los viejos odres
de los oficios. El altavoz sigue repitiendo el rito del viejo
pregón por las esquinas. Y sigue sonando la misma flauta.
Mágica flauta del afilador, Mozart de los balcones y las
azoteas, a cuyo conjuro se sacan de las cocinas panoplias
enteras de cuchillos, o salen de las más secretas cajas de la
costura las tijeras más exactas para las perdidas labores de
hilo y aguja. El pregón, con su zampoña, dice que ha llegado
el afilador. En realidad, nunca se ha ido el viejo afilador con
su rueda galaica, rueca que tejía nuestros sueños de niño.
Hemeroteca de
artículos en la web
Biografía de Antonio Burgos
Libros
de Antonio Burgos en la libreria Online de El Corte Inglés
Libros
de Antonio Burgos publicados por Editorial Planeta -
Correo
|