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El Recuadro   

 Antonio Burgos
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El Mundo de Andalucía,  martes 6 de enero del 2004

  ¿QUIÉN HACE ESTO?    Abel Infanzón de hoynewchico.gif (899 bytes)          


ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Liquindoi de peaje

Son unos versos de Góngora que solía citar el poeta Mariano Roldán, ¿verdad, Manolo Mantero, si es que todavía estás por aquí y lees esto en tu Sevilla? Antes de requebrar con un piropo a una buena moza, o tras haberle dirigido el madrigal de urgencia, el poeta cordobés, comiéndose con los ojos a tan hermosa hembra, remitía a su paisano Góngora como cita de autoridad:
El discreto y dulce
oficio de mirar...

Que es el mismo discreto y dulce oficio por el que Bécquer, en su oficina de cambios líricos, daba un cielo por una mirada. En el expresivo sistema gramatical del habla andaluza, que aplica la ternura del diminutivo hasta a algo tan árido como un gerundio, la mirada también lo tiene: miraíta. La miraíta es la acción y efecto de otra voz andaluza, que dicen gaditana o que reclaman malagueña: el liquindoi. Malagueño o gaditano, igual da, el liquindoi es portuario, de aquella Andalucía que se buscaba la vida en el muelle. El liquindoi es la traducción del inglés "look and do it", estar atento con la mirada para hacer algo. Con la miraíta, vamos. Estar al liquindoi es lo que hace otro personaje andaluz de los muelles, el guachimán. El guachimán es la traducción portuaria del "watching man", del hombre que estaba de vigilancia para que no apañaran o mariscaran los géneros que los cargadores estaban estibando en el cubertaje. El guachimán era un profesional del liquindoi de la miraíta. Incluso apocopado guachi. El guachi y el pimpi eran en el muelle como el ratón y el gato: el guachi tenía que estar al liquindoi para que el pimpi no aprovechara una ausencia de su miraíta y arramplara con una caja de naranjas que estaban cargando para Inglaterra.

Todos los andaluces somos, en cierto modo, guachimanes. Nos encanta estar al liquindoi de lo que pasa por la calle. Sobro todo cuando se encuentra ese velador de una terraza del que alguien dice:

--- Esto es un coche parao...

Nos prestamos miraítas, improvisamos guachimanes. Estamos en la cola de la caja del hipermercado con el carrito y nos acordamos que se nos olvidó comprar la leche. Y le decimos al vecino de cola:

-- ¿Le importa echar una miraíta?

En el discreto y dulce, gongorino oficio de mirar, nada nos gusta más que ver cómo trabajan los demás. Zanja que se abre en la calle es cuatro tíos que se paran al momento, a ver cómo trabajan. Las mallas con que ahora cierran las obras callejeras tienen mucho de verjas del zoo, donde unos desocupados invierten sus horas en la dulce contemplación de cómo los otros están trabajando como bestias. Y como saben lo que nos gusta mirar cómo trabajan los demás, hay quien ha encontrado una fuente de financiación en la contemplación de las obras de restauración de la iglesia del Salvador de Sevilla. Allí mirar cómo trabajan no será gratuito, discreto, dulce oficio. Será cuestión de la segunda modernización, pero en El Salvador de Sevilla han inventado el liquindoi de peaje, la miraíta de pago. Por entrar a ver cómo trabajan en las obras cobrarán dos euros por barba. Quieren pagar parte del costo de las obras con el peaje de la miraíta. Qué poco generosos. Por eso, como guachimán del liquindoi y aficionado a la miraíta, elogio aquí en tiempo y forma a Manuel Marchena, gerente de Urbanismo de Sevilla. Sin salir del Salvador, puso la plaza patas arribas de zanjas y de obras y podía uno allí hartarse de mirar cómo currelaba la clase trabajadora sin pagar un solo duro. De balde. El peaje del liquindoi en El Salvador es muy peligroso. Se empieza por cobrar la miraíta y se acaba cobrando el aire que respiramos.


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