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Los
que estudiamos el Bachillerato por el plan antiguo nos llevamos
toda nuestra adolescencia de escolares oyendo hablar de la Ley
Azaña. Pregúntennos lo que quieran sobre la Ley Azaña. De la
obra de don Manuel Azaña no nos decían absolutamente nada. Los
profesores seglares o los curas no nos daban a leer "El jardín
de los frailes", ni nos explicaban la utopía azañista de una
España avanzada impulsada por una burguesía imposible, sueño
roto luego por revoluciones obreras y radicalismos proletarios.
De Azaña nos ocultaron hasta sus tres palabras de oro ("paz,
piedad, perdón") en aquel discurso de otro 18 de julio que no
era el único 18 de julio entonces conocido. Todo esto
tardaríamos en saberlo. Aún faltaba mucho para que viniera
Federico Jiménez Losantos a descubrirnos que Azaña era de "Los
nuestros". Lo qué sí nos enseñaban de
Azaña era la ley de su nombre. Azaña, como presidente de la
República, sancionaría con su firma qué sé yo cuántos centenares
de leyes. Pero a los efectos de la propaganda y la enseñanza de
la dictadura, sólo hubo una Ley Azaña: la de reforma del
Ejército. Nos la presentaban como una batidora en la que se
trituraron todos los valores españoles, como si los republicanos
no fueran patriotas. Nos la presentaban como la desmembración
del Ejército. Poco menos que como una antesala del Ejército
Popular de la estrella roja de cinco puntas en la guerra civil,
controlado por los comisarios políticos del PCE. Y con la Ley
Azaña justificaban que poco después los militares pasados a la
reserva se alzaran en armas contra la legalidad y la legitimidad
republicanas.
Aquí, desde 1975, felizmente restaurada la
democracia, se han hecho muchas otras Leyes Azaña, se ha llegado
mucho más lejos que Azaña, y no ha pasado gracias a Dios nada.
Uno de nuestros mayores avances colectivos es que el Ejército ha
dejado de ser un poder fáctico. El mensaje del Rey aquella noche
del 23-F le puso sordina de una vez y para siempre al hispánico
ruido de sables, nuestra maldición histórica. El mayor logro de
la transición fue hacer constitucionales a unas Fuerzas Armadas
aún tenían el retrato de Franco en los cuartos de banderas. Se
han racionalizado los efectivos y, como en tiempos de Azaña, se
ha impedido que haya más jefes que indios. Los militares lo han
aceptado con un ejemplar sometimiento a la Constitución. Se ha
llegado siete mil millones de leguas más lejos que Azaña y no ha
pasado nada. Azaña no se hubiera atrevido a lo de Aznar: a
suprimir el servicio militar obligatorio. En España ha dejado de
haber ruido de sables. ¿Se imaginan lo que hubiera pasado si
Suárez destituye de un plumazo a la cúpula militar? Los tanques
hubieran tardado cinco minutos en estar en la Castellana. Ahora
que oigo solamente el dignísimo redoble de conciencia de un
fajín rojo, me quito mi antigua gorra montañera de soldado de la
Brigada Topográfica en homenaje a estos servidores del Estado
que nos demuestran que su primer servicio a la Patria es el
cumplimiento de la Constitución.
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