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Su
abuelo, Cayetano Ordóñez, Niño de la Palma, salió en la portada
de la antología de la poesía taurina, de Villalón a Alberti.
Ocupó además el titular de la crónica taurina mejor bautizada de
la historia, aquella de Gregorio Corrochano: "Es de Ronda y se
llama Cayetano". Su padre, Antonio Ordóñez, salió en las
portadas del Hemingway de "El verano sangriento". Su tío, Luis
Miguel Dominguín, ocupó la portada de la tauromaquia de Picasso.
Su marido, Francisco Rivera "Paquirri", ocupó los versos del
viejo romance de "Perdigón" y de "Islero", la tarde en que lo
mató un toro en la negrura de la enfermería de Pozoblanco. Su
hijo, Francisco Rivera Ordóñez, el primer torero duque, duque de
Montoro, ocupó la portada de su boda con una Eugenia casi de
Montijo y de copla, y luego las primeras páginas de la sangre de
medio Cossío que le corría por las venas.
Era, pues, completamente lógico que Carmen
Ordóñez González, nieta de torero, hija de torero, sobrina de
torero, madre de torero, pero no unos toreros cualesquiera, sino
figuras con historia y leyenda, toreros de camafeo o de pañolón,
de cartel de seda o de pericón, siguiera ocupando todas las
portadas. Hasta tal punto que, en la perenne traición de la
historia, el más hondo torero del siglo XX, el de más completa y
dominadora tauromaquia, el que cuando pase el tiempo estaré muy
por encima de Juan Belmonte, esto es, Antonio Ordóñez Araujo,
puede que de momento quede para la posteridad como el padre de
Carmina Ordóñez.
En ese pañolón de seda con cuatro toreros en
sus esquinas, como de eterna novia de Reverte, Carmen Ordóñez
pudo representar quizá una Andalucía falsa que para ella, como
para tantos, era verdadera. No sin conmiseración me acuerdo
ahora de sus lágrimas. Podría parecer que las lágrimas estaban
en el guión o en el contrato de las exclusivas, pero no era así.
Eran como aquellas otras de la copla a la muerte de Joselito el
Gallo: "Que este año estrena/lágrimas de verdad la Macarena".
Carmen Ordóñez, que tenía mucho de dolorosa de pueblo, de María
de calvario en un paso procesional rondeño, estrenaba lágrimas
de verdad a cada paso, en el mundo de mentiras de colorines en
que ejerció como reina y reinona. De verdad fueron las lágrimas
en la boda de su hijo con la duquesa, en el esplendor de música
de órgano de la Catedral de Sevilla. De verdad eran cada año sus
lágrimas de la madrugada, la medalla verde al cuello, ante la
Esperanza de Triana. Medalla que en vez de un cordón llevaba una
cinta verde cuando sonaban tamboriles, y llegaba el Rocío, y
después que sus pies descalzos atravesaran un Jordán de Pepsi
Cola en el vado del Quema, la reina del corazón lloraba lágrimas
de verdad ante la Reina de las Marismas.
Cuota femenina del poema del Piyayo, a mí me
da pena y me causa un respeto imponente esta muerte de portada
que ha tenido la que vivió una vida de portada, porque quiso
elegirla o no pudo evitarla, ¿qué sabe nadie? Hay en mi tierra
historias y personajes que les pones una clámide y unos cortunos
y tienes que representarlos en el teatro romano de Mérida,
tragedia de Esquilo con tambores y tamboriles, con cofradías y
carriolas. Carmen Ordóñez quizá fuera uno de ellos. Se quitaba
el pelo de la cara a cada instante y era como si se quisiera
oxear las moscas pertinaces del peso de una dinastía torera. Se
resistía quizá a ser la nieta del Niño de la Palma, la hija de
Ordóñez, la mujer de Paquirri, la madre de Rivera, la sobrina de
Dominguín. Quería ser cabeza de estirpe, la reina del corazón.
La reina del corazón ha muerto. Y el nuevo mito de una Carmen de
Sevilla ha comenzado a vivir.
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