ERA, APROXIMADAMENTE,
como la historia del difícil vino español en aquella cena de la
Nochebuena del Nueva York de la Ley Seca
que canta Doña Concha Piquer en su hermosa copla de los "Suspiros
de España". Hablaba aquí el otro domingo de lo trabajoso que es
para un español desayunar a la usanza de su tierra cuando está en el
extranjero, mientras que a los turistas le ponemos aquí por delante
todas las glorias benditas de sus costumbres, por espantosas que a
nosotros nos parezcan. Si Doña Concha Piquer tuvo que buscar a precio
de oro una receta para que le dieran en la farmacia vino español con
que convidar a sus paisanos en aquella reunión toda de españoles, casi
como con una medicina he bajado, les contaba, a muchos comedores de
desayuno de hotel en países de los Chirlos Mirlos y de otras partes del
mundo, llevando en la mano mi frasquito de aceite de oliva virgen con
que rociar generosamente las tostadas.
Hablaba de las
tostadas de pan con aceite, pero me olvidaba de sus ritos y
observancias, y algunas lectoras me lo han recordado. Me han advertido
que no hablaba del ajo en mis "Moradas" o caminos interiores
de la dificultad tanto ascética como mística de practicar en el
extranjero el rito patrio de la tostada de pan candeal y el aceite de
oliva en el desayuno. Una de estas lectoras me ha comentado en un correo
electrónico:
-- Si a usted le ponía cara de
extrañeza el camarero del hotel de San Juan de Puerto Rico, figúrese
qué pensaban de mí en París la semana pasada, cuanto aparte de aceite
pedí en el desayuno unos dientes de ajo con que untar la tostada antes
de echarles los que usted llama sagrados óleos...
Es que mi lectora, sin que quizá lo
sepa, pertenece al rito del ajo y profesa con fruición su ceremonial
fricción sobre la tostada hogaza, antes de escanciar el aceite del
olivo de Minerva sobre su crujiente superficie. Maravillosa, casi
pastoril secta aceitera y matinal ésta del ajo en la tostada, que le da
recio sabor al aceite y al pan, que nos lleva directamente a la cultura
de las migas, de los torreznos. Cortijada pura. Gañanía antigua.
Chimeneas de pueblo humeando al amanecer. Cantos de gallos a lo lejos.
Cascos de las bestias sobre los empedrados de la calle. Un tren de vapor
que pita, cuesta arriba del puerto. Cocina de fogón de verdad, de
trébedes en la lumbre, de negras perolas. Si ese pan que antes de
remojarlo de aceite se restriega con un diente de ajo se tuesta a la
lumbre del fuego, pinchado en una navaja cachicuerna, es que estamos
volviendo a los caminos de la Mesta, a la vieja, olvidada Castilla de
las majadas y los mastines o los podencos con la carlanca al cuello,
guardando las ovejas.
¿Que el ajo deja su olor en la boca
toda la mañana? ¿Y qué? Peores y más artificiales son los
perfumadores en forma de abeto que colocan los taxistas en los espejos
retrovisores de sus vehículos y nadie protesta. ¿Habrá algo que huela
más a España, a paisajes cervantinos, a dientes de Dulcinea que los de
ajo, arriero y comunero? Aceite y ajo. Incluso sal le añaden algunos.
Sal gorda, por descontado. Son los de la observancia estricta de la
tostada con aceite, los no reformados.
Porque hay quien sostiene que los de la
otra secta o fe óleo-tostadera, los del azúcar, son heterodoxos, que
lo ortodoxo es el ajo. Que echar azúcar a la tostada es un delito de
leso olivar, cuando no de lesa tahona. Y que es algo propio de niños y
de años del hambre de la postguerra. Y tanto. ¿Cuántas hambres no
quitó el pan con aceite? Miren que ya no hablo de la tostada apenas.
Hablo de ese bollo, al que se le hacía un agujero en todo su centro,
quitándole la miga, se le echaba un generoso chorreón de aceite, se
añadía azúcar hasta casi empapar el reverencial óleo, y se le
volvía a poner en su sitio el migajón que para hacer ese nutricio
cráter le habíamos quitado. ¿Cuántas meriendas se hicieron así?
Cuando no cenas. El bollo con aceite y azúcar fue la cena de muchos
españoles durante mucho tiempo, tiempos de terribles postguerras.
Quizá en recuerdo de aquellas dificultades, algunos hemos practicado,
por adicción de la infancia, el rito de la tostada con aceite y
azúcar. Que dicen los puristas, los talibanes del ajo, que va contra
toda norma, que el azúcar le quita el sabor al buen aceite, que no
puede degustarse su justa acidez. ¿Pero y lo rico que está el pan con
el azúcar empapando el aceite, dónde me lo dejan, ese azúcar que se
pone verde como el trigo verde del verde, verde, limón, como un
homenaje simultáneo a García Lorca y a Rafael de León?
Peor enemigo aún que los partidarios
del ajo tiene la tostada de aceite y azúcar en la dieta. No tengo
empacho en confesarlo: abjuré de la fe de la observancia mañanera del
aceite y del azúcar por los disgustos que me daba la báscula del
cuarto de baño cuando me ponía sobre ella, que protestaba la tía
poniendo la aguja mucho más arriba de los números que empiezan por 7.
Pero le guardo luto al pan con aceite y azúcar, como solemos los de su
observancia. Tal es nuestra fidelidad, que nunca nos pasaremos a la fe
del ajo. En cualquier caso, seguiremos en el que llamaría el tercer
rito, la tercera vía, que es la que aquí describí con sus fatiguitas
allende las fronteras: el solo pan tostado con el solo aceite. Sin más
ajo, más sal o más azúcar. Cultura clásica totalmente. No es
desayuno. Es humanismo. Minerva y Ceres, ¿les parece poco?