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por
las mismas esquinas que en el pueblo sonaba el
altavoz de la furgona del afilador, atronando el aire con su
zampoña, en la ciudad se oye el pregón del tapicero.
Pregón motorizado. Primo del que lanza desde su vehículo el
tío de las naranjas que canta las excelencias y el buen precio
de las guachintonas. Va el altavoz anunciando la llegada del
tapicero, repitiendo la grabación de la cinta de locución,
como cuando en la feria pasan anunciando el circo o como en las
playas turísticas pasa el cartel sonoro de la corrida de toros.
Tanto repite el altavoz el pregón del tapicero, una y otra vez,
que hasta puedes contar sus sílabas y echar en falta lo que no
tiene: la música de un cante. Pero debería tenerlo. Porque una
y otra vez, insistentemente, con machaconeo de márquetin, va
repitiendo la cinta grabada en el altavoz:
Ha llegado a esta ciudad
el camión del tapicero...
Esto que, escrito así, en
verso octosílabo, es el arranque de una copla, lo va diciendo
el altavoz del tapicero en una prosa de guía comercial, de
anuncios de la madrugada de las televisiones locales. Pero lo
repite tanto, que le acabo cogiendo la medida. Y me suena a
pregón gaditano de Macandé con sus caramelos de Vicente
Pastor. A pregón malagueño de los boquerones de plata de
Angelillo. Al pregón del macetero de Antonio Molina.
Sí, oigo a Antonio Molina poniéndole música a esa prosa
publicitaria a la que falta la melodía. Suena a Antonio Molina:
"Abrid, niñas, los
balcones,/ que ya está aquí el tapicero,/ que todos los
butacones/te tapiza con esmero./Yo te tapizo el tresillo/ y lo
dejo con un brillo/que parece de albahaca./ Y lo mismo esa
butaca/te la forro de un escai,/ que da el pego aquí y en Cai,/
¡parece cuero de vaca!"
Pero el tapicero no canta.
Tenían que ser gitanitos los tapiceros de la furgoneta, vería
usted qué cante se echaban, a compás. O tenían que ser del
Viso del Alcor, más payos que un olivo, pero que con ese
arranque harían sonar el pregón por milongas, por colombianas,
por la fábrica de azúcar que Pepe Marchena
tenía en su voz. El tapicero, ay, no canta. Da el cante por El
Corte Inglés, dice que si la maría no queda satisfecha con el
escai le devuelven su dinero, y que todos los trabajos tienen
tres meses de garantía. ¿Cómo se puede echar un pregón come
escrito por la Oficina del Consumidor? ¡Qué poco lirismo!
Pero como estos odres nuevos
para el vino viejo de los pregones me fascinan, tengo que
terminar este artículo salvando al tapicero. Mejor dicho: al
nieto del sillero. Ese es el máximo interés etnográfico del
tapicero de la furgoneta. Ya no quedan silleros, con su haz de
enea al hombro, su hatillo de herramientas, su pregón:
-- ¡Niña, el sillero!
Ya no hay silleros porque
sillas de enea no quedan más que en las casetas de feria, en
algunas, en los tablaos de los festivales flamencos y en ciertas
parcelas de la carrera oficial de las cofradías. Y si a la
silla de enea se le rompe el asiento, se tira y se compra otra.
Por eso el hijo del sillero no pudo seguir el oficio del padre,
colgó el haz de eneas y se hizo tapicero. El nieto, con mayor
visión comercial, sale a la caza del cliente con su furgoneta.
Se ha orientado, por eso lanza por el altavoz las advertencias
de la garantía y la seriedad en el trabajo. Su abuelo el
sillero no tenía que asegurar que aquel culo que le echaba a
una silla iba a durar más que unas botas de Segarra. El nieto
sí que tiene que garantizarlo. Pero aunque le sale en prosa de
hoja de reclamaciones, a la hora del atardecer se acuerda de su
abuelo y quisiera quizá cantarlo con aquella tonada del
sillero:
--- ¡Niña, el tapicero! ¡Los
sillones de escai se forran!
Sobre
pregones, en El RedCuadro: "Oyendo al afilador"
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