JAZMINES EN EL OJAL
ISBN:
8497340094
Páginas:
272
Precio:
14,42 € / 2.400 ptas.
Fecha:
Colección:
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Palabras de Carlos
Herrera en la presentación del libro Sevilla,
Fundación Winterthur, 5 noviembre 2001
Ciertamente hace muchos años que no veo a ningún
caballero con jazmines en el ojal. Es más, creo que solo vi
a uno, que era mi tío Pablo, inolvidable señor de los
tiempos pretéritos, elegante, discreto, que prendía de su
ojal todo aquello que despidiera fragancia de tiempo
antiguo, y los jazmines siempre han sido de tiempo antiguo,
como el jazminero que el autor tiene en su casa, del encaste
de Romero Murube y que tan buenas tardes le ha dado en la
plaza quieta de las primaveras, cuando Sevilla florece, o
cuando florece por otoño, como se ha dado el caso.
Tendrías que escribir el calendario nunca escrito de los
árboles floridos de la ciudad, magnolios, naranjos, las
acacias negras con flores blancas, los violáceos árboles
de amor de la Plaza de América.
Han adivinado ustedes si piensan que estamos ante un
rosario de cuentas blancas de cosas que no se estilan, de
pequeños mundos perdidos en el centrifugado de los años.
Quedan detalles, pinceladas eternamente evocadoras y están
en este libro que cuenta que hubo un tiempo en que a los
viajeros se les conocía por los equipajes, antes de que
todo el maletaje fuera verdaderamente falso, en el que uno
podía fumarse un puro donde fuera, incluso en los toros, en
el que la ropa sucia se recogía en maravillosas talegas de
tela, ya muertas a mano del plástico indestructible. Hubo
un tiempo en el que se encalaban las fachadas de las casas
de los pueblos de Andalucía poco antes de la Virgen del
Carmen; en el que lo bueno y lo natural eran lo clásico
(¿que es lo clásico, maestro? Lo que no se pué hasé
mejón) Y lo clásico va de un parte de bodas como Dios
manda a una tienda de ultramarinos y coloniales con
dependientes ataviados con baby de crudillo, pasando por una
lata de membrillo de Puente Genil y una máquina de coser
Singer, la que ponía música a mis tardes de merienda.
Incluso un clásico es ya una panadería, que ahora se
llama ya de todo menos panadería, donde venden envuelto en
plástico aquél pan de siempre que íbamos a comprar con la
talega en la que aún perezoseaban las migas del pan duro
del día anterior.
Asómense al balconcillo de este libro para saber que ya
no se estilan aquellas máquinas de escribir que eran toda
una orquesta en sí mismas (el que tiene una Underwood tiene
un tesoro); o tampoco los viejos dietarios Mirga a los que
no llegó el efecto dos mil y que ves salir bajo el
mostrador de Trifón o en las manos de Pilar Giménez Reina;
o tampoco el olor a cuero de los maletines, aquél olor a
cuero de la tienda del talabartero o de las botas de
becerro.
Ni van quedando eruditos locales, los que escribían la
historia del pueblo con más poesía que los profesores de
instituto, en esta España en la que se les vuelve a llamar
maestros y en la que se sirve las infusiones sin tetera pero
en la que se vuelven a recuperar las viejas radios de
cretona en las que creemos oír de nuevo la voz lenta de la
memoria.
Esta tierra nuestra es poco dada ya a utilizar las
abreviaturas en las esquelas, o a enviar cartas de pésame,
o a empapelar las naranjas como en la frutería de la calle
Ayala de Madrid o a lavar las camisas como las lavan en los
hoteles buenos (cosa carísima, pero única).
Aunque Andalucía esta llena de cementerios de pueblo
donde escuchar el silencio del agua y el viento, no como los
cementerios de ciudad donde no conoces a nadie ni nadie te
saluda ni recuerdas ningún nombre tras una lectura rápida
de las lápidas. Andalucía de desayunos prodigiosos de
tostada con aceite, que no solo está de moda sino que ha
desarrollado a su alrededor una curiosa pléyade de cursis
que empiezan a hablar del santísimo óleo como hablan del
vino. A Antonio Burgos le gusta desayunar tostada con
aceite, como a este presentador, pero convén conmigo,
querido amigo, que eso es difícil de Despeñaperros
parriba: o tuestan mal el pan o le echan mantequilla o te
dan aceite de motor. Es difícil hasta en el AVE, donde como
desayuno ofrecen tortilla a las finas hierbas. Te preguntas
con razón: ¿qué español ha desayunado alguna vez
tortilla a las finas hierbas?.
Pero Andalucía está, a su vez, llena de caminos de flor
de jara donde, afortunadamente, no hay cobertura para los
teléfonos móviles o semovientes y sí memoria engrasada
con hoyos de aceite y azúcar y donde los colores nos
reconcilian con las paletas de los pintores de la luz, esa
luz que es el mejor almanaque de Sevilla, en tiempos estos
en los que no se estila otro color que el negro con el que
visten los ejecutivos, a la moda de Felipe IV. Ni gris
marengo ni marrón británico: todos de negro.
Ya no se estilan los restaurantes en los que un maitre te
hable con normalidad de lo que vas a comer, en lugar de ese
lenguaje de culto iniciático que no entiende nadie y que te
perdona la vida. Ni se estilan los viejos comercios que
tienen la luz con el tiempo dentro (Juan Ramón) y que van
pereciendo sin que nadie los considere monumentos. Es la
España victoriana, que la hay, y que muere lentamente,
aunque siempre nos quede el incomparable Bazar Victoria (el
mejor mostrador de Sevilla) o los mostradores sanluqueños
donde acceder a las manzanillas secretas que solo se beben
río abajo, donde acaba la calle Mayor en la que vivimos.
Florecen de nuevo los nombres de viejas calles. La Gloria
en el nombre de las calles que se llaman Gloria. Y otra vez
Cádiz. Siempre hay que volver a Cádiz.
Pero en esta España que empezó a cambiar de verdad
cuando ya no hubo que aprenderse la lista completa de los
Reyes Godos aún quedan ritos pequeños que nos hacen la
vida más placentera: tomar café en Sevilla, por ejemplo,
donde te sirven el vaso de agua sin que lo pidas o
sobrevolar las albercas que aún quedan y en las que
aquellas tardes de verano y de higueras, calzoncillos
blancos y baños de merienda cobraban dimensión de río
pasajero.
Tardes para evocar, que es mejor que añorar: evocar las
piedras de La Caleta, o la letra de alguna copla de Rafael
de León, o la primera túnica de cola de un Domingo de
Ramos, o ese calor que en realidad es una calor antigua, de
aquella que marcaba el termómetro de Telesforo en la
esquina de la droguería del Arenal, o en los pregones de
esas mismas esquinas cuando ya estaba florecido el magnolio
del Alfolí, frente a Correos.
Este nieto de bracero del Viso del Alcor, nos acumula en
un golpe de calor conmovedor lo que ya nos ha venido dando
por entregas: la vida, en una palabra, los sentidos y su
dificultosa sencillez, la emoción de lo que no se estila,
jazmines en el ojal de toda memoria que haya vivido,
jazmines en el platillo de la mesilla de noche de un cuarto
con postigos abiertos.
Dime Antonio: ¿se emociona Isabel si le llevas el primer
azahar del año, como cuando le hablabas en el Guadalcanal
de vuestro inolvidable Daniel, allá donde el reloj de
siempre en la torre de entonces marcaba el tiempo de los
veranos?
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