Los hermanos mayores de los compañeros del curso
decían que lo nuestro del Preu, del Curso Preuniversitario, estaba tirado, que lo
aprobaba cualquiera. Que lo suyo sí que era difícil, el Examen de Estado, el terrible
Examen de Estado. Con el pavor con efectos retroactivos que hablaban de aquel examen,
parecía que era, en efecto, cuestión de Estado. Ellos habían hecho un Bachillerato de
siete cursos, y luego, como si no lo hubieran hecho: tenían que ir al Instituto a hacer
el Examen de Estado. Los cursos los aprobaban en el colegio, ya se sabe, las
recomendaciones, la manga de los curas, que si en la moral y en las costumbres era tan
estrecha, bien ancha y laxa que era a la hora de pasar el curso. O de darlo por aprobado a
los malos estudiantes, con aquello sibilino de los curas, cuando llamaban a los padres a
la altura de mayo y les decían:
-- Su hijo va muy mal y no
tiene nivel para aprobar el curso. Pero si usted le busca otro colegio para el año que
viene, nosotros le damos por aprobado el curso y así no tiene que repetir ni pierde un
año...
Así se quitaban los curas de
encima a medio catálogo de aquellos alumnos torpones y del montón, ya se sabe, sólo
querían a los mejores, a los que un día habían de ser dirigentes de la sociedad. Pero
mientras lo eran o no lo eran, les breaban fuera del colegio unos exámenes horrorosos. El
Ministerio de Educación Nacional parecía que se olía la tostada del paso de mano de los
exámenes del colegio, y por eso en cada plan de estudios ponía unos controles oficiales.
En el plan antiguo del Bachillerato, el Examen de Estado, del que presumían tanto los
hermanos mayores de nuestros compañeros, los que ya estaban en la Universidad y contaban
el examen de estado como los padres contaban la batalla del Ebro o la toma de Málaga:
-- Y estaba don Angel Bozal,
que era terrible en Geografía, y don Francisco Alvarez Seisdedos, que examinaba de
Religión, y al que no se lo sabía, lo echaba del tribunal, diciéndole: "Váyase,
réprobo, que lo que está usted diciendo es una herejía".
Nosotros no presumíamos
tanto, pero teníamos de momento tres controles, tres, de nuestro bachillerato fuera del
colegio. Aunque el colegio fuera reconocido oficialmente, estos exámenes había que
hacerlos en el Instituto del madrugón y los nervios, el desayuno maternal con taza de
tila y copita de agua de azahar, aun tengo el recuerdo del olor de aquella larga botella
azul de la mágica medicina que hacían con las flores de los naranjos de Sevilla para las
mañanas de exámenes. Teníamos que examinarnos primero de Reválida de Cuarto, luego de
Reválida de Sexto y luego, en la Universidad, de Preu. Los que tanto presumían de Examen
de Estado no habían tenido que ir a examinarse a la Universidad, con catedráticos de
Universidad, con Mata Carriazo, que era como se pronunciaba el difícil nombre de
don Juan de Mata Carriazo y Arroquia, o con Permáquez, que era como se pronunciaba
el difícil nombre de don Francisco de Pelsmaeker. En el examen de Preu eran difíciles
hasta los nombres de los catedráticos del tribunal de la Universidad, así que no sé de
qué presumían tanto los mayores con su Examen de Estado del Bachillerato de siete años,
pero sin dos reválidas.
Nada más empezaba Preu, se
notaba que aquello ya era otra cosa. En aquel mes de octubre casi comenzábamos a cantar
el Himno del Colegio, como despedida a la Virgen:
- Bajo tu manto sagrado
- mi madre aquí me dejó...
Esa sensación del paso
del tiempo que luego habríamos de ir teniendo, cuando se van muriendo los abuelos, los
padres, y tú quedas en la vanguardia de la vida de tu familia era la que tuvimos
entonces, cuando aquel día de octubre llegamos a la clase de Preu y ya éramos los
mayores, como en el himno del colegio:
Se pasó como un sueño mi
niñez...
Ya no teníamos que
ponernos el babi azul de colegiales, como éramos los chicos de Preu... Ya los curas nos
dejaban fumar, y no había que encender el chester a escondidas en los lugares, que
era como se llamaba a los baños. Ya no nos obligaban a ir en filas por los corredores del
colegio. Éramos como soldados licenciados dentro del cuartel, atenuada la terrible
disciplina jesuítica. Fue el curso más hermoso del colegio. En Preu no había
asignaturas, sino temas mnonográficos. Una forma preciosa de perder todo un año. Cada
año los temas cambiaban. Yo me pasé un año estudiando Cervantes y El Quijote, lo
que fue un largo ejercicio de estilo, pero hubo futuro médico que se pasó un año con Góngora
y el Polifemo, teniendo que aprender a comentar lo de: "Era del año la
estación florida/ en que el fingido robador de Europa..." O lo de: "Que
ya los muros no te ven de Huelva..." ¿Para qué servía a un futuro médico
hacerse un émulo gongorista de Dámaso Alonso? Nunca lo supe. Como nunca supe para qué
me servía a mí, que iba a estudiar Filosofía y Letras, tirarme todo Preu con la Geografía
Agrícola de España y Los Concilios, pregúntenme, pregúntenme lo que quieran
de Nicea, así llevaba yo Nicea al examen, así, aquella mañana de la tila y el
imborrable olor del agua de azahar, cuando mi madre estaba muy contenta porque alguien de
la familia iba a ir a la Fábrica de Tabacos a examinarse y no a llevar una caja de
zapatos al ingeniero Ruiz Tagle, que aún vivía en lo que luego habría de ser el patio
de pilistras de mi Facultad de Letras.