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                Otros
                anuncian que se van y se van y se van, y no se han ido. Que se
                van a ir. Romero, no. Romero había toreado tres novillos de
                Zalduendo en el festival de Andex en la plaza de carros de La
                Algaba, que es chispa más o menos como entrar en un cuadro de
                Solana, en una acuarela de Antonio Casero, en un dibujo de
                Martínez de León. "Espoleta" se llamaba el último
                novillo que mató con el traje corto nuevo, colorcito
                guardiacivil, que le había costado cincuenta mil duros, porque
                el festival de Andex era en plan sastre del Campillo: Curro
                cosía de balde y ponía el hilo. Después de matar los tres
                novillos, Gonzalito le quitó el traje corto, se duchó y se fue
                a Los Remedios, a casa de Sebastián, a comer en unión y
                compaña de sus amigos. El día, que había amanecido con un sol
                viejo y una calor antigua de plaza de carros, se había metido
                en nubladitos cuando estaba anocheciendo. Fue entonces cuando
                vino la soledad. Nadie, en los tendidos, piensa en la soledad
                del héroe. A veces, detrás de la victoria, no hay nada. Yo
                nunca he visto a Romero más solo que esta Feria de Sevilla,
                cuando con la rama de romero que había canjeado por las dos
                orejas que acababa de cortar, estaba dando la vuelta al ruedo en
                triunfo, allá por la solanera del tendido 12. Solo. Con
                Alcalareño y con Puerta lo menos cinco metros detrás de él.
                Completamente solo.
                 Así se fue Romero a su piso de Ciudad Expo.
                Que el mito de Sevilla no viva en el barrio de Santa Cruz, ni en
                los mármoles de Carrara del barrio de San Vicente es otra de
                las supremas contradicciones de esta Sevilla donde los seises
                son diez y donde la plaza del Arenal no tiene arena, sino
                albero. Romero vive en un piso de comisario del Pabellón de
                Turquía en la Expo del 92, no en la casa tópica de un mito de
                la Tauromaquia. A la puerta, sí, hay una enorme mata de romero.
                La mata de romero más grande del mundo. Un día que íbamos a
                los por los álbumes de fotos para el libro, se lo dije: 
                --- Curro, ¿pero tú has visto qué mata de
                romero, si esto no es una mata, si esto es un árbol? 
                Y con su suprema, cernudiana, andaluza
                indolencia, me dijo: 
                -- Sí, fíjate qué casualidad... 
                Reparé luego en el nombre del edificio, en el
                mármol (romano, por supuesto) de un rótulo. Cada uno de los
                bloques de Ciudad Expo lleva el nombre de un país, que si
                Honduras, que si Marruecos. La casa donde vive Curro lleva el
                nombre de Egipto. Naturalmente. También se lo dije: 
                -- Curro, ¿tú te has dado cuenta de que el
                Faraón vive donde tiene que vivir, en Egipto? 
                -- No me había fijado nunca, pero nunca,
                Antonio, y esto sí que tiene gracia... 
                Bueno, pues allí, a Egipto, se retiró el
                Faraón cuando dejó a su corte una vez que terminaron de comer
                en casa de Sebastián. Eran ya más de las ocho de la tarde. Y
                allí en su piso de comisario del 92 se encerró
                aproximadamente, pienso, como Juan Belmonte aquella tarde en
                Gómez Cardeña. Nada más y nada menos que la soledad de un
                hombre. Pensó en el tantarantán del volteretón que le había
                dado el segundo novillo a Morante de la Puebla. Pensó en el
                piso de plaza de La Algaba. Pensó en los tejemanejes impuros,
                comerciales, él que siempre anda a vueltas con la pureza,
                bendita sea tu pureza, Curro, y eternamente lo sea, pues Sevilla
                se recrea en un lance de belleza. 
                Fue entonces cuando lo llamó Fernando
                Fernández Román desde "Clarín". Fue entonces
                cuando, clásico entre los clásicos, igualó con la vida el
                pensamiento: 
                -- Fernando, quiero añadirte una cosa. 
                El silencio, y luego: 
                -- Que me acabo de retirar. 
                No que me voy a ir, que pienso retirarme. No:
                que ya me he ido. En silencio. Los que tenemos el privilegio de
                conocerlo estábamos convencidos de que iba a cumplir su
                palabra: 
                --- Me iré en silencio... 
                Qué bonito es el silencio, Curro. El silencio
                del campo de Gambogaz donde, guardando las vacas de Queipo de
                Llano y oyendo los oles desde la plaza de Sevilla, empezó a
                soñar con querer ser torero. El silencio de aquel cuarto del
                Hotel Cecil Oriente, el día del debú con caballos en Sevilla y
                de las dos orejas de "Radiador". El silencio de los
                cuartos del hotel después de "Flautino", de
                "Soneto", de las siete puertas grandes de Madrid, de
                las cinco puertas del Príncipe. El silencio de la Dirección
                General de Seguridad aquella noche del toro al corral. El
                silencio del portalón de cuadrillas de Las Ventas al día
                siguiente. El silencio de la enfermería de Zafra cuando el
                cornalón. El silencio de las fichas de dominó sobre el mármol
                de la Peña Trianera. El silencio de los pinares de Aznalcázar,
                toreando de salón en la soledad. Era ese silencio el que había
                en aquel piso de Ciudad Expo, a solas con la soledad, cuando le
                estaba diciendo, con lágrimas de hombre, a Fernández Román: 
                --- Que ha terminado mi historia... 
                La historia, Curro, no ha hecho más que
                empezar. Ahora es cuando empieza la leyenda. Lo supe cuando
                acababas de colgar el teléfono con Román y lo descolgaste en
                mi llamada. Se oía la soledad. Te dije lo de tantas tardes
                malas y amargas, pero también lo de tantas tardes de dos orejas
                cambiadas por ramas de romero. Sencillamente: 
                -- Enhorabuena, Curro. 
                -- ¿Sí? 
                -- Perfecto. 
                -- Pues fíjate, ni a Carmen se lo he dicho... 
                Esa es su palabra preferida como deseo en el
                arte: perfecto. Lo aprendió de Rafael el Gallo, como aprendió
                a coger el capote con Salomón Vargas: "Perfecto es lo que
                está bien arrematao". Esto está bien arrematao. Perfecto.
                Un mito que empezó en una plaza de pueblo, en La Pañoleta, y
                que acaba en otra plaza de pueblo, en La Algaba. 
                Lo malo, Curro, es el sentido del tiempo.
                Muchas veces te dije que eras para todos nosotros el retrato de
                Dorian Grey. Desde aquella tarde del debú con los novillos de
                Benítez Cubero, eran tantos años ya que ni nos acordábamos.
                Siempre. Llegaba otra temporada, y tú estabas allí abajo,
                liado para el paseo, y nosotros estábamos allí arriba, para
                esperarte, siempre hay que saber esperar. Y cuando te veíamos
                como eterno vencedor del tiempo, nos creíamos que las hojas de
                los almanaques no habían pasado. Que como tú estabas allí
                igual que siempre, perfecto, nosotros también estábamos allí
                igual que siempre, fuera del tiempo. Que aún teníamos
                dieciséis, veintidós años, y que estábamos viéndote con los
                seis toros de Urquijo, o con aquel sobrero de Clemente Tassara.
                Que nosotros éramos también, contigo, vencedores del tiempo.
                Nos mirábamos en el espejo de un capote, que no era este capote
                de ahora, el capote del árbol del amor de esta Feria, el capote
                de la Goyesca de Antequera, el capote de Málaga este verano, y
                nos creíamos que estábamos viendo todavía aquel capote de
                1957, cuando Mondeño se cayó del cartel y fuiste al mato de
                los melones a decirle a tu padre que el domingo toreabas en
                Sevilla. 
                El domingo, Curro, seguirás toreando en
                Sevilla. Siempre seguirás toreando en Sevilla, porque la
                última verónica que te vimos echando la pata alante hasta la
                calle Adriano, ese natural con el que mandaste el toro hasta el
                Cruce de las Cabezas, aún no han terminado, aún la seguimos
                viendo despacio, siempre despacio, hasta para plantar melones. 
                Queda, eso sí, este sentido del tiempo que se
                nos ha echado encima de golpe. Tú quizá no lo sepas, Romero,
                pero a efectos de la Historia del Toreo, el domingo en La
                Algaba, acabó de verdad el siglo XX. 
                  
            "CURRO
            ROMERO,  LA ESENCIA "    Resumen
            del libro
             
              SOBRE
            CURRO ROMERO, EN EL REDCUADRO
             
                 
                 
                Hemeroteca
                de artículos en la web de El Mundo   
                 
                Biografía de Antonio Burgos 
                   
                 
                  
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