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En
el Cádiz cofrade del mismo título que la marcha de Abel
Moreno, donde Emilio López, mi compañero de oficio
periodístico y de afición carnavalesca, dio un gran pregón de
Semana Santa donde hasta habló de los muchachos que tienen que
emigrar a Castellón de la Pena (no de la Plana), están
alarmados: disminuye el número en las penitencias de las
cofradías. Cada vez salen menos hermanos con túnica y
capirote, mientras hay más chavales que quieren cargar los
pasos. Tras el domingo de pregones me hice la pregunta del
(Cristo del) Millón: la Semana Santa, ¿va a más o va a menos?
Si no fuera por las mujeres, esos truenos vestidos de nazareno,
¿no se advertiría en Sevilla el mismo descenso que acusa en
Cádiz el pitido de alarma de las estadísticas cofradieras?
La Semana Santa va a más, lo
que no siempre quiere decir que va a mejor. Ir a más a veces es
una forma de ir a menos y a peor. A la Semana Santa, ¿no se le
está acaso encendiendo la luz de la reserva y se mantiene por
retroalimentación, consumiendo excedentes, realizando
beneficios? Un finísimo sevillano, de los de la frialdad
unamunesca, me lo advertía en una Osuna llena de carteles
cofradieros, cuando acompañábamos en los gozos del premio
Almazara a Jaime Campmany, nuestro hermano mayor de la Cofradía
de la Columna:
-- La Semana Santa está
excesivamente verbalizada. Lo único que nos queda es la
verbalización de unos ritos. Le quitas la verbalización y te
quedas con una bulla insoportable en una ciudad espantosa...
Quizá sea, y perdón por el
término, la sambernardización de Sevilla. Durante mucho tiempo
funcionó en Sevilla la teoría bernardina, que inventó Isidoro
Moreno: el Miércoles Santo, en torno a la cofradía, los
antiguos habitantes de San Bernardo volvían por unas horas a
recrear un barrio inexistente. Quizá ahora toda Sevilla sea un
inmenso barrio de San Bernardo. Todos volvemos a la ficción
verbalizada, narrada, dialogada, versificada y ripiada de una
ciudad que quizá ya no existe. Por un paisaje de andamios y de
casas en ruina, de comercios tradicionales que cerraron y de
modos de vida superados, como San Bernardo antes, las cofradías
van ahora por una ciudad idealizada hacia una Campana que ya no
es el centro de Sevilla. Y que, si es el centro, no es el de la
confitería clásica de los cristales modernistas, sino el del
MacDonnald y el Burger King. Si la carrera oficial discurriese
por la carrera real de la ciudad que existe, que vivimos y
gozamos o padecemos, no por la Sevilla sublimada, las cofradías
tendrían que ir a San Francisco Javier y pedirían la venia en
un palquillo del Consejo que estaría aproximadamente en el
Nervión Plaza. Las cofradías consagran un modelo de ciudad y
unos modos de vida que ya están sólo en la memoria, en los
poemas de Rafael Montesinos o en la prosa de Chaves Nogales.
Si quieren otro ángulo de
contemplación de la ciudad, pongámonos en el Matacanónigos de
los cervantinos personajes populares. Las cofradías discurren
por la ciudad verbalizada de Antoñito Procesiones o Vicente el
del Canasto, donde aún El Mudo de Santa Ana lleva la cruz
parroquial de San Vicente, en la contradicción barroca de un
Mudo con Las Siete Palabras. Pero la ciudad real es otra. La
ciudad real es la del mediático Indio de Las Tres Mil, con su
torso desnudo, mirando un cielo de águilas de la pradera y no
de vencejos de la primavera, con plumas y no palmas, mientras la
multitud mayoritaria de la botellona observa contrariada que
unos hombres con unas túnicas y unos capirotes les han
arrebatado su paraíso de litronas y plásticos por el suelo de
la plaza del Salvador. Que está cerrado y con sus cofradías
desahuciadas.
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