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En recuerdo de José
María Osuna
A
esta altura que estamos del otoño
este año no he subido hasta la sierra. No he cogido la Vega,
monte arriba, y no he dejado el río a mano izquierda con el
color parduzco de las lluvias que por Todos los Santos siempre
llegan anegando la orilla de los toros, los naranjos antiguos de
las huertas.
No he pasado por Lora, donde
estaba escribiendo sus versos Juan Cervera en aquella mañana
que llegamos a darle un homenaje de poeta al que cobraba cuotas
del Ocaso en cada amanecer, de puerta en puerta, Juanillo de los
Muertos le llamaban antes que un día a México se fuera.
No he pasado las piedras del
Pedroso que en su escudo de noble Lara lleva junto a ese libro
abierto que es su vida, aquí empezó a escribir esa novela. Ni
tampoco he pasado por la Fábrica, por la vieja estación, tan
artillera, en donde montan guardia en las garitas las sombras
del recuerdo de las levas. El polvorín desierto ya sin muerte
ahora estalla con giras de merienda.
No he visto aún ermitas ni
encinares, cabañas de pastor ni rastrojeras, ni olivares
fecundos de almazaras, ni las lindes de piedra portuguesa,
ciclópeas, antiguas, familiares, paisaje proindiviso de una
herencia, en donde varearon los olivos de Ezequiel, de Felisa,
de Teresa. El catastro tan fiel de la memoria los nombres de
esos predios te recuerda. Allí venía don Juan el boticario
casi todas las tardes con su Vespa, y por eso las lenguas del
casino contaban no sé qué de la casera: la que tenía el
marqués de no sé cuántos en la finca que llaman Conejera, que
en todos los cortijos nunca nadie se encontró tan valiente y
bella hembra. Allí tuvo su gloria don Modesto, coronel vencedor
de una contienda, tan señor de este monte en su caballo, en la
plaza montada de su hacienda. Y por uno de estos tumbavisos, en
un mes de febrero y escopetas, venía el perdigón de los
jauleros, al aguardo del puesto entre las breñas, el pájaro en
la jaula y la dos caños bruñidos de la vieja Sarasqueta.
Puedo tomar la curva y
contracurva del retablo de jaras y alamedas y recordar mil
nombres, mil historias, océanos quizá en cada alberca, y
adivinar colores que aún no he visto, pero que habrán llegado
ya a la sierra. Los que vienen lo cuentan asombrados: "Si
vieras cómo estaba la chopera, dorada como siempre,
atardeciendo en los tonos pastel de la hoja seca..." Y te
cuentan que el álamo soberbio, desafiando viento en primavera,
se domeñó en noviembre con los tonos de atardecer de toda la
ribera, y que inclinó su frente poderosa a este color de la
mejor paleta.
No he visto la dorada
Constantina, no he visto los dorados de Hamapega, ni los montes
dorados de Las Navas, ni el dorado Alanís, castillo y piedra. Y
no he visto tampoco los arroyos de esa mina de oro que es el
Huezna, el oro del arroyo de San Pedro pasando el arco de la
puente vieja.
Es tan fácil decir que en
estos montes ha estallado la jara en primavera... Es tan fácil
decir que los regatos con los lirios bravíos coplas llevan...
Es tan fácil la flor con los caballos braceando camino de la
feria... Lo difícil, la gloria para pocos, este otoño de oro
de la sierra. Como una copa antigua de Cazalla tiene que amarlo
quien lo saborea. Metáfora del tiempo y de la vida, esperadme,
dorados de la sierra, guardadme ese color de vuestras hojas, del
regajo, la linde y la chopera, que a la altura de otoño en la
que estamos hogaño no he subido vuestras cuestas donde siempre
te encuentras lo que buscas, el tiempo detenido en la hora
cierta del olor del aceite en la almazara y el otoño pintando
su belleza.
Sobre la Sierra Norte de
Sevilla, en El RedCuadro:
Serranilla de la jara
Cazalla y el "no pacharán"
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