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El Recuadro   

 Antonio Burgos
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El Mundo de Andalucía, jueves 13 de mayo del 2004

  ¿QUIÉN HACE ESTO?    Abel Infanzón de hoynewchico.gif (899 bytes)          


ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Presentación del libro "Había una ventana de colores. Memorias y desmemorias", de Manuel Mantero

El prosario de Mantero

Todos los grandes poetas andaluces tienen una deuda con la prosa que en algún momento de su vida acaban saldando con creces, escribiendo libros definitivos. Desde la emigración o el destierro, desde Madrid o Londres, desde Michigan o Georgia, es como si cantaran sus nostalgias por Juanito Valderrama: "Tengo que hacer un prosario..." Unos saldan la deuda en la juventud, otros en la madurez. Mas no hay gran poeta andaluz sin gran libro de prosa. Prosarios a los que hay que acudir para conocer las claves vitales, anímicas, sentimentales de estos autores, casi su poética. La saga comienza con las "Leyendas" de Bécquer, sigue en Rubén Darío, andaluz del otro lado de la mar. En las prosas por ahora olvidadas de "Azul" encontramos al mejor Rubén. En "Platero", al mejor Juan Ramón. En "Los años irreparables", al mejor Montesinos. En "Sevilla del buen recuerdo", al mejor Laffón. En "Pueblo lejano", al mejor Joaquín Romero. En "Las cosas del campo", al mejor Muñoz Rojas. En "Los encuentros", al mejor Aleixandre. Y por supuesto que en "Ocnos" al mejor Cernuda. Y por el contrario, en muchos otros poetas echamos en falta este prosario. Y nos lo imaginamos. Yo me imagino el prosario que hubiera escrito Juan Sierra, desperdigado en unos textos de prensa donde todavía palpamos el tacto del esparto o escuchamos el crujido del Calvario. Me imagino el prosario imposible de Fernando Villalón, que no es la "Taurofilia racial", sino el apócrifo que le escribió su sobrino Manuel Halcón. Me imagino el prosario imposible de Adriano del Valle, que quizá nos quede en su retrato vestido de mercedario.

Niego, por tanto, la menor del subtítulo del prosario con que el viejo amigo Manuel Mantero nos ha honrado, pidiéndonos que se lo presentáramos anoche en su tierra, en un Hotel Inglaterra donde su padre tenía el cuartel general de sus requetés del Tercio Virgen de los Reyes cuando la guerra. Manuel Mantero pretende aclarar que "Había una ventana de colores" es un libro de "Memorias y desmemorias". De ninguna de las maneras. Es el gran prosario que, cumpliendo la contabilidad de los grandes autores andaluces de esta y de la otra orilla del Atlántico, nos debía Manuel Mantero. Este gran poeta ya tiene en su haber el gran prosario que nos debía en la contabilidad celeste del cielo de Murillo. Nos pone en pie, en las claves de su poesía, nuestra propia vida. Nuestro tiempo. Nuestras mentalidades. Nuestros miedos. Nuestras esperanzas. Libro apasionado que necesariamente apasiona. Libro sorprendente que necesariamente sorprende. Libro con tan bella prosa que sólo podía escribirlo un poeta como Manuel Mantero.

Toda aquella ciudad que buscamos con la lámpara común la he hallado y se me ha puesto de pronto en pie en este prosario, con olores, con sabores, con tacto, con luz, con sol, con lluvia, con riadas, con mendigos, con tontos, con bandaranes, con noches del Baratillo, con Pelsmaeker, con curas Francisquitos, con paseos por la avenida, con Club la Rábida, con Pepi Sánchez, con Bergamín tomando café en la Punta del Diamante, con un Cernuda desconocido, que desde el México de su muerte pregunta a un profesor americano residente en Sevilla si siguen friendo pescado en la Puertalarenal, como a mí me lo preguntaron en París un día los exiliados comunistas que habían sido compañeros de Pepe Díaz y de Barneto en aquel muelle de vapores a Sanlúcar y embarques de bocoyes de aceitunas para Inglaterra.

La ciudad y un hondo sabor de pueblo, familiar, la Higuera de la Sierra de su padre, la Sanlúcar la Mayor de su madre. Si por Sanlúcar el prosario de Mantero linda a la aljarafeña con "Pueblo lejano", en los recuerdos del niño triste y solo en la ciudad de las azoteas y los sueños linda con "Ocnos", pero sin odio y sin desprecio.

Tambien en El Recuadro, "Olvidos de Manuel Mantero"


Manuel Mantero, en su ventana de colores

Presentación del libro "Había una ventana de colores. Memorias y desmemorias", de Manuel Mantero. Sevilla, RD Editores, 2004.

Celebrada el 12 de mayo de 2004 en el Hotel Inglaterra de Sevilla.

Todos los grandes poetas andaluces tienen una deuda con la prosa que en algún momento de su vida acaban saldando con creces, escribiendo libros definitivos. A veces desde la emigración, desde el destierro, desde Madrid o desde Londres, desde Michigan o desde Georgia, es como si cantaran por Juanito Valderrama: "Tengo que hacer un prosario..." Unos saldan la deuda en la juventud, otros en la madurez. Mas no hay gran poeta andaluz sin gran libro de prosa. Prosarios a los que hay que acudir para conocer las claves vitales, anímicas, sentimentales de estos autores, casi su poética. Iba a decir que la saga comienza con las "Leyendas" de Bécquer, pero no siendo autor de la devoción de Manuel Mantero, la haré arrancar en su padre y maestro, el liróforo celeste, Rubén Darío, andaluz del otro lado de la mar. En las prosas por ahora olvidadas de "Azul" encontramos al mejor Rubén. En "Platero", al mejor Juan Ramón. En "Los años irreparables", al mejor Montesinos. En "Discurso de las cofradías" o en "Sevilla del buen recuerdo", al mejor Laffón. En "Pueblo lejano", al mejor Joaquín Romero. En "Las cosas del campo", al mejor José Antonio Muñoz Rojas. En "Los encuentros", al mejor Vicente Aleixandre. Y por supuesto que en "Ocnos" al mejor Cernuda. Y por el contrario, en muchos otros poetas echamos en falta este prosario. Y nos lo imaginamos. Yo me imagino el prosario que hubiera escrito Juan Sierra, desperdigado en unos textos de prensa donde todavía palpamos el tacto del esparto o escuchamos el crujido del Calvario, como oímos la saeta de Manuel Torre en su inolvidable poema. Yo me imagino el prosario imposible de Fernando Villalón, que no es la "Taurofilia racial", sino el apócrifo que le escribió su sobrino Manolito Halcón. Yo me imagino el prosario imposible de Adriano del Valle, que quizá nos quede en su retrato vestido de mercedario.

Niego, por tanto, de entrada la menor del subtítulo del prosario con que el viejo amigo Manuel Mantero nos ha honrado, a nosotros pidiéndonos que se lo presentáramos en su tierra y a todos sus lectores escribiéndolo. Ese subtítulo pretende aclarar que "Había una ventana de colores" es un libro de "Memorias y desmemorias". De ninguna de las maneras. Es el gran prosario que, cumpliendo la contabilidad de los grandes autores andaluces de esta y de la otra orilla del Atlántico, nos debía Manuel Mantero. Este gran poeta ya tiene en su haber el gran prosario que nos debía en la contabilidad celeste del cielo de Murillo, sí, Mantero es murillesco más que velazqueño, ¿pasa algo?

Tenemos que agradecer a Manuel Mantero este prosario por cuento nos pone en pie, en las claves de su poesía, nuestra propia vida. Nuestro tiempo. Nuestras mentalidades. Nuestros miedos. Nuestras esperanzas. Libro apasionado que necesariamente apasiona. Libro sorprendente que necesariamente sorprende. Libro con tan bella prosa que sólo podía escribirlo un poeta como Manuel Mantero. La verdadera "Misa solemne" de Manuel Mantero no fue aquella de los tiempos del postconcilio que escandalizaba a las señoras de su familia que iban a confesarse con el padre Patero. La verdadera misa mayor y solemne, pero de tres capas y con pino de primera clase en las campanas de la torre tan fuerte y recia por cuyo presunta feminidad nos hace dudar, es ésta. Con el introito de la infancia, las lecturas del día de Rubén y de Juan Ramón, el ofertorio del colegio de Villasís, el prefacio de los Salesianos de Utrera, la consagración de la vida, del amor, de la fuerza de la palabra en todo su ritual.

Hablamos de este libro en el Hotel Inglaterra, que fue cuartel general del Tercio de Requetés Virgen de los Reyes, y donde quizá el padre de Manuel Mantero y Sáenz vino a rezar ante el cadáver en capilla ardiente un pobre muchacho con boina roja y camisa caqui muerto por las ametralladoras de las Brigadas Internacionales en Castro del Río, en Porcuna, en el frente de Lopera y cubierto ahora por la blanca bandera de la cruz de Borgoña. Digo Manuel Mantero y Sáenz, y me acuerdo del cardenal Pedro Segura y Sáenz, ante el que nuestro poeta leyó sus primeros versos infantiles, arzobispo de aquella Sevilla intolerante e intolerable, de sequías y de restricciones, a la que Manuel Mantero aplica la deliciosa absolución de la memoria, sin tomarse venganzas, sin ajustar cuentas quien pudiera meterlas en el ábaco de las ingratitudes, en el que la ciudad sigue estando en números rojos con Mantero, y más después de este prosario.

El prosario del bueno de Manuel Mantero me ha hecho pensar que quizá lo conociera antes de aquellos días de la cátedra de don Francisco López Estrada en el cernudiano patio de pilistras de la Facultad de Letras que se había mudado, con la Universidad toda, a la Fabrica de Tabacos. Entonces Manuel Mantero iba por nuestra Facultad a recoger a Julia Uceda, quizá para ir a la imprenta donde estaban componiendo los números de la revista poética "Rocío", aquel Rocío sin río Quema que los quemaba en extrañas juventudes tras las que quedaban mariposas en ceniza.

Quizá conociera antes a Manuel Mantero, antes que Mantero fuera para mí Mantero, antes que yo fuera Antonio Burgos. Quizá me lo encontré, sin saberlo, en la tienda de ropa hecha de su tío Pepe Mesa en la Alcaicería de la Loza, con aquellos alquitranados capotes de agua que colgaban en la puerta y que cuando empezaba a despuntar la primavera competían con los primeros capirotes. Era el signo del invierno de los capotes de Pepe Mesa que se iba y la primavera de los capirotes que llegaba. Yo iba por casa de Pepe Mesa, el padre de mis compañeros de colegio de la Doctrina Cristiana, Pepe y de Eustaquio, de Magdalena y de Trini, la que se casaría con Luis Uruñuela, y no sabía yo entonces que quizá aquel primo de los Mesa, ya casi con pantalón largo, que también aparecía por allí era Manolo Mantero. Sanluqueño de San Eustaquio como los Mesa por parte de madre, niño como nosotros en una Sevilla de tranvías y miedos del infierno.

Toda aquella ciudad que buscamos con la lámpara común la he hallado y se me ha puesto de pronto en pie en este prosario, con olores, con sabores, con tacto, con luz, con sol, con lluvia, con riadas, con mendigos, con tontos, con bandaranes, con noches del baratillo, con Pelsmaeker, con curas francisquitos, con paseos por la avenida, con Club la Rábida, con Pepi Sánchez, con Bergamín tomando café en la Punta del Diamante, con un Cernuda desconocido, que desde el México de su muerte pregunta a un profesor americano residente en Sevilla si siguen friendo pescado en la Puertalarenal, como a mí me lo preguntaron en París un día los exiliados comunistas que habían sido compañeros de Pepe Díaz y de Barneto en aquel muelle de vapores a Sanlúcar y embarques de bocoyes de aceitunas para Inglaterra.

La ciudad y un hondo sabor de pueblo, familiar, la Higuera de la Sierra de su padre, la Sanlúcar la Mayor de su madre, que es ya la Cárcava definitiva de sus tumbas en el cementerio, al otro lado de la carretera. La ciudad y el poeta. Si por ese horizonte de Sanlúcar el prosario de Mantero linda a la aljarafeña con "Pueblo lejano", en los recuerdos del niño triste y solo en la ciudad de las azoteas y los sueños linda con "Ocnos", pero más a la sevillana aun, sin odio y sin desprecio. Con el mismo amor con que otro poeta cantaba a lo que se pierde. Si apasionados son los pasajes en que Mantero recuerda situaciones, personajes, colegios, facultades, bares, poetas, libros, amigos, apasionantes son estos breves insertos poéticos, la nostalgia a caño libre de las aguas del Guadiamar o de los estanques del Parque.

Un día Gregorio Prieto, al que le pasó como a mí en la Alcaicería de Pepe Mesa, se encontró con el muchacho Manolo Mantero sin saber que ya era Manuel Mantero y dibujó su perfil. Le puso de título a aquel retrato una sola palabra: "Andaluz". Bingo. Eso es, y por los cuatro costados, por el Aljarafe y por los Alcores, por la Vega y por la Marisma, este sevillano. Este libro no podía haberlo escrito más que quien siente como Mantero a Andalucía. No de ahora, en que ser andaluz profesional es un oficio bastante rentable, sino cuando era un riesgo, en Madrid, frente a la poesía social, frente al realismo social, frente al cacicazgo de "Ínsula", frente a la dictadura catalana de las antologías de los Castellet y los Gil de Biedma, frente al fervor prosaico de José Angel Valiente, valiente ángel, o del estalinista y protoetarra Gabriel Celaya.

Mantero es un viejo liberal andaluz, monárquico del Don Juan de Borbón de Estoril, que siempre ha ejercido de cuanto es, de lo que Gregorio Prieto adivinó. Hacerlo ahora no tiene mérito. Cuando tenía mérito era cuando lo hacía Mantero, en aquel Madrid de los años sesenta que evoca el prosario, el de Cultura Hispánica con la Tertulia de Rafael Montesinos y las copas posteriores en la taberna de "El Quinto Toro", con el impoluto Gerardo Diego y Manrique de Lara y García Nieto en el Gijón, con Juan José Cuadros y Eladio Cabañeros por los bares de la calle de la Ballesta donde Rafael de León había dejado de guardia al acordeonista de "Tatuaje". Mantero también me ha puesto en pie aquel Madrid, que yo viví en sus misma militancia poética y en su misma pensión, en la pensión Luengo del número 33 de la entonces avenida de José Antonio, pero ya Gran Vía, donde Delia, la gobernanta que se enamoraba de los andaluces que iban vestidos de soldados de la Brigada Obrera y Topográfica, parecía un retrato de eterna solterona de los que al lado, en el número 31 de la Gran Vía, tenía expuestos la galería de fotógrafo del marido de Concha Lagos, donde Pepe Hierro era el lama sin túnica anaranjada de la revista "Ágora".

Mantero se había ido a Madrid a trabajar en la cátedra de Derecho de Ruiz Giménez. Es decir, que podía haber presumido ahora más que nadie de democracia cristiana y de derechos humanos. Y de Andalucía. Cuando la veleta de la poesía señalaba al norte de Gabriel Celaya y la poesía social, y cuando Elena Martín Vivaldi, Rafael Guillén y Pepe Ladrón de Guevara la querían orientar al Sur desde Granada, Mantero cogió aquel su abrigo de pasar frío en Madrid y se fue a proclamar andalucismo poético a la Corte. Había dejado aquí Rocío, una revista poética de los taifas del cincuenta y tantos, que dice Ruiz Copete, fundada con Julia Uceda, la de la carita de muñeca china. Se llevaba toda la Sevilla honda y seria de los que no entraban por uvas. Dejaba su casa de la calle Federico Rubio, junto al Instituto Británico, cuando nadie sabía siquiera que existía Luis Cernuda y que había vivido allí al lado, en la calle Aire. Recuerdo a aquel Mantero peleándose con los poetas de Madrid por culpa de Andalucía. Plantándole cara a Celaya y a sus ofensas a la poesía andaluza en su "Rapsodia euskera".

Harto de los madriles y de las Españas sin libertades, cuando Franco hizo a Don Juan Carlos príncipe de España y no de Merimèe ni de Asturias, aquel monárquico juanista, aquel poeta andaluz se fue de profesor de Literatura Española a Estados Unidos. Primero al frío de Michigan; luego a las calores sureñas de Georgia. Al paisaje de "Lo que el viento se llevó" le puso Manuel lo que le traía el viento, que era una España a la que tenía puesto el nombre de Andalucía y la cara de Sevilla.

Sabíamos que allí había seguido escribiendo, estudiando, pensando en Sevilla. Sabíamos que allí completó una ambiciosa obra poética y la recopiló toda en "Como llama en el diamante". Que allí escribió novelas como Estiércol de león. Que allí crecieron sus hijos y se casaron con americanas y que allí, cada primavera, sigue añorando la Semana Santa, una túnica de nazareno de la cofradía del Amor que vedados amores le hubiera dado a una muchacha con el caramelo que les entregó. La cofradía del silencio de la cultura oficial y real de Sevilla lo tuvo condenando al olvido. Podía haberse trabajado como nadie el cuento de que era, como fue realmente, un exiliado de la dictadura de Franco. Su amor a la verdad y su vergüenza, bienes escasos en nuestros días, se lo impidió. Ahora tenemos la certeza de todo lo que suponíamos. Que allí en los Estados Unidos, donde le nació un hijo sin carne al que llamó libertad, nunca dejó de pensar en su tierra, como otro Rafael Montesinos con Nieves en vez de Marisa, con calle Manuel Rojas Marcos en lugar de Santa Clara, pero con el mismo Villasís, la misma luz, el mismo color de la nostalgia.

Podía extenderme en miles de hallazgos y aciertos del libro, y no renunciaré finalmente a resaltar algunos. Manuel Mantero fue el primero que llegó con una bicicleta a Umbrete. Manolo Mantero estableció en Madrid, con Mariano Roldán, la Orden de la Meada, a la que sólo ingresaba quienes se miccionaran en las franquistas paredes de la Dirección General de Seguridad en la Puerta del Sol, hoy el que más calienta en la Comunidad de Madrid. Manolo Mantero conoció al cervantino barbero Espina que le leía El Quijote a su perro. Manolo Mantero enterró en su jardín de Georgia a su gato rejoneador de otros gatos, al que había amaestrado como jinete sobre los lomos de un perro, vamos, ni los Hermanos Peralta en versión felina. Manolo Mantero es un sevillano raro, raro, raro, al que le pegaba más ser sevillista que bético hasta el alma, que no se entusiasma con Bécquer ni con Velázquez. Al que no le dio la gana de enviar a Luis Cernuda un ejemplar de su primer libro de versos, que se encontró al cabo del tiempo en un molino de Sanlúcar dentro de su sobre, con las señas de México puestas, pero sin echar a correos. Que redactó una Constitución del Carlismo con Pepe Acedo y con Paco Elías de Tejada. Que vio cómo el dicho Paco Elías de Tejada, director de su tesis sobre Leopardi, le entregaba una foto de Sofía Loren desnuda al meapilas de Ruiz Jiménez, que sabemos además que era mala gente y falso, que le prometió a Manolo que iba a hacer todo lo posible por asistir a su homenaje de la tertulia de Montesinos por su premio nacional de Literatura y se encontró al volver al recoger un paraguas olvidado y una falsedad inolvidable con que el tío había roto la verdiblanca tarjeta de invitación en la misma sala de profesores de la Complutense donde minutos antes se la había entregado. Que en la calle del Infierno de la Feria de Sevilla pagó el peaje en una barraca para tocarle el culo a Rocío la Galana. Que en los tesos días de la independencia marroquina se salvó en Larache de ser apiolado o ser puesto mirando hacia la Meca por una primera edición del terrorismo islámico, cuando unos moros zarrapastrosos que cercado lo tenían se retiraron cuando este sevillano adivinó su propia futura biografía y les gritó en inglés chapurreado: "Mí american, mi american".

Como hallazgos rubenianos perfectos nos encontramos en sus descripciones y retratos. Dice que las acedías son como "zapatos viejos arrojados por el mar". Dice de La Molesta, aquella mariquita azúcar de Sanlúcar, que "fatigaba los espejos de tanto mirarse". Ole. Dice de Florencio Quintero que tenía "tipo de gitano antiguo". Dice que Ramón Charlo, que era pá Echarlo, andaba por Sevilla "con capa y con paso lento de arzobispo". Dice de Bandarán que estaba "amojamado". Dice de un toro de Pablo Romero que se encontraron encampanado cerca de Sanlúcar que el cárdeno era "monarca absoluto de su paz al mediodía". Ole. Que la cabeza de don Ramón Carande era "de aire belmontino". Que Antonio Bienvenida le sacó de apuros cuando andaba de poeta completamente tieso en Madrid. Que el único cargo público que ha ocupado en su vida fue el de jefe de filas como dignidad de los jesuitas en Villasís.

Podía hablar de cómo en un párrafo desmonta a Bécquer o cómo en dos reivindica a Julio Mariscal Montes. Como evoca a Antonio Gala en la Universidad de Sevilla o a Antoñito Cofradías cobrando por las tiendas su real semanal de la sociedad "La Gloria de España".

Pero debo terminar, cerrar mi ventana en blanco y negro de tinta de periódico sobre esta otra mágica ventana de colores de mediopunto cubano que teñían de sueños las manos de aquel niño sevillano. Cuenta Mantero entre las hazañas de Joaquín Romero Murube que la vez primera que el general Franco vino de pernocta al Alcázar, le fue enseñando salón por salón, columna por columna, surtidor por surtidor, jazmín por jazmín el esplendor antiguo de todos aquellos palacios. "Le enseñó despacio todo el Alcázar --dice Mantero-- y Franco no decía nada. Romero Murube estaba desesperado, acompañaba a un autómata. Al terminar el recorrido el general miró fijamente a Romero Murube y le preguntó:

-- Dígame, Romero, ¿cuántas ventanas tiene el Alcázar?

El potro se quedó de una pieza. Le contestó con una cifra que creía aproximada. Franco puso mala cara y dijo:

-- Cuando yo dirigía la Academia Militar de Zaragoza sabía el número exacto de sus ventanas."

Afortunadamente ya no hay generales que pregunten a los poetas cuántas ventanas tiene el Alcázar de la memoria y de los sentimientos. Podemos ahora en libertad preguntar cuántas ventanas tiene Sevilla. Cuántas ventanas tiene Andalucía. Cuántas ventanas tiene España. Cuántas ventanas tienen el mundo, la vida, los sueños. Y podemos en libertad responder con el número exacto de ventanas. Una sola ventana. La "Ventana de colores" que ha abierto Manuel Mantero en el esplendoroso Alcázar de los grandes prosarios que los grandes poetas andaluces acaban escribiendo como quien salda una deuda con la memoria.

Muchas gracias

 


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