Los más maravillosos tesoros cabían en la breve
mesa a la que llamábamos El Puesto de Manuela. Una mesa, una silla, un paseo de pueblo de
sierra en el atardecer del verano, una tierra recién regada, unos niños recién
bañados, un sol que se estaba poniendo por los montes rojos de la calima del día de San
Lorenzo. Y el delantal de Manuela, gris de cuadritos blancos, siempre como de alivio de
luto, quién sabe por qué muerto de qué bando en la guerra, penas que alegraba la
limpieza de un vivo de encajes. Y los tesoros que Manuela ponía sobre su mesa, a la que,
por llamarle algo, le decíamos puesto. Un montón de pipas de girasol. Los garbanzos
tostados. Los caramelos en su impermeable piumadoro del papel de celofán, siempre
redondos, siempre amarillos por fuera, siempre con un corazón como de dulce sandía, en
el que se dibujaba una cruz blanca, como la bandera de Suiza del álbum de las estampas
del quiosco... Si acaso, unas barras de regaliz, que para nosotros era orozuz. Aunque
allí, en aquella caja azul en la que asomaban las barras negras, pusiera Regaliz Sara,
para nosotros era orozuz; y el otro, la raíz del orozuz, era el orozuz de palo. Y
en un lebrillo, fresquitos, flotando en el agua, los altramuces, salaítos y dulces,
como Manuela los pregonaba cuando, con un canasto en cada mano, más la heladera del
mantecado helado, se venía hacia el paseo por las aún desiertas calles de la calor de la
última hora de la siesta, de modo que su pregón inauguraba la tarde. Era un pregón
doble, pregón de heladera, pregón de la titular del prodigioso puesto de chucherías:
--- ¡ Los altramuces,
salaítos y dulce¡ ¡ Hay mantecado helado, qué riquillo es...!
Con un real de agujerito y
escudo de la Falange que nos daban cada tarde antes del paseo, éramos capitanes generales
ante el puesto de Manuela:
--- Una gorda de pipas y una
chica de altramuces...
Y Manuela cogía la medida de
las pipas, que era el tapón de rosca de un frasco de jarabe, o de una petaca de coñac,
cuya capacidad había disminuido poniéndole dentro unos papeles muy prensados, y nos
despachaba la gorda de pipas. Dos medidas. Cada medida, una perra chica, cinco céntimos.
Dos medidas, una gorda, diez céntimos. Manuela tenía ya hechos con papel de periódico
los cartuchitos donde nos echaba las pipas, y algunos días hasta vendía pipas de
calabaza, o avellanas, pero nos gustaban menos, como también nos gustaban menos los
garbanzos tostados. Los veraneantes no podíamos acceder a los misterios de la economía
de trueque del pueblo, cuando Manuela le decía a alguno de nuestros amigos:
--- Miguelín, dile a tu madre
que si me traes garbanzos nuevos se los cambio por garbanzos tostados.
Igual que en el horno
entregaban el trigo y les daban el pan de la maquila, en el puesto de Manuela entregaban
los garbanzos y Manuela les daba a los niños cartuchitos de garbanzos tostados,
blanquecinos, que manchaban las manos con su sabrosa cal. Los garbanzos tostados eran como
las castañas del invierno de la ciudad con chaqueta blanca de verano... Y cuando
comprábamos altramuces siempre había quien decía el otro nombre por el que se les
conocía, el prohibido, el maldito, el pecaminoso, chochos, y risas secretas. La
verdad es que los altramuces tenían mucha leyenda negra. Nos decían:
-- No compres altramuces, que
Manuela se mea en el agua...
Y nos daba asco cuando los
veíamos flotar, amarillos en la amarilla loza del lebrillo de barro vidriado en vetas
verdes. Pero aunque Manuela se meara en el agua, estaban tan ricos... Para ellos Manuela
hasta tenía el lujo del papel de estraza. Las pipas las ponía en cartuchitos de papel de
periódico, pero para los altramuces tenía otros hechos con papel de estraza, como el de
los paquetes de la tienda de comestibles. Aunque fuera de estraza, el agua de los
altramuces acababa empapando el papel y había que tener mucho cuidado de que no se
rompiera y se cayeran al suelo los altramuces que te habían dado por una gorda. La medida
de los altramuces no era, como la de las pipas, el aluminio de un tapón de rosca, sino
que era una especie de artesa de madera, cúbica, mojada, que siempre nos hacía pensar
que en la ciudad despachaban los altramuces con un cazo de madera que tenía en el fondo
unos agujeros para que chorreara el agua.
Pero, claro, los de los
jardines de la ciudad sí que eran puestos de chucherías. Estaba el puesto de José, que
vendía cariocas, vendía pelotitas de papel y serrín con una gomita que se ponía en el
dedo índice y la botabas una y otra vez contra la palma de la mano... José vendía agua,
en una batería impresionante de blancos, limpios cántaros con golletes de metal bruñido
y reluciente. José vendía chufas, y hasta arropías.En su humildad de pueblo,
preferíamos a Manuela, aquel frescor de la tarde con el cartuchito de pipas en la mano. O
con el sabor de los primeros chicles Bazooka, que Manuela cortaba a gajos de la larga
barra rosa, con un cuchillo como de matanza, y nos explicaba:
--- Este es auténtico Bazooka
americano, que me lo trae mi hijo Juanito de la base de Constantina, mira pone Bazooka...
Para seguir explicándonos:
--- Y el malo es el que hacen
aquí en España, que pone Bazuka, pero como yo tengo a mi Juanito que me lo trae de la
base...
Y nos gastábamos el real
entero, con su agujerito y su escudo de la Falange, en chicle Bazooka, con dos oes,
americano de la base, y cuando hacíamos un globo con él tenía el mismo color que el sol
de la calima que se iba poniendo entre los montes de la sierra...