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Antonio Burgos: Jazminez en el ojal

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Una copa de cava en BCN

HAY ESTABLECIMIENTOS comerciales que tienen, como el Moguer de Juan Ramón, "la luz con el tiempo dentro". Testigos de un tiempo, que el tiempo destruye. Aquí todo se nos va en proteger iglesias románicas, ermitas barrocas, murallas romanas, que están muy bien, pero que son monumentos muertos. En cambio, nadie protege y mucho menos ayuda a la conservación de los monumentos vivos de las tiendas, los bares, los viejos establecimientos artesanos. Eres dueño de un monumento nacional, y tienes exenciones de impuestos, ayudas estatales, esos fondos de Bruselas que sirven para todo. En cambio tienes por herencia una talabartería, una cordonería, una cerería, una cervecería fundada en 1910, un restaurante de 1943, y no sólo tienes que pagar todos tus impuestos, sino que quizá la gente no acuda a tu comercio porque lo considera una antigüedad. Las mismas gentes que se maravilla en Londres, en Viena, de las tiendas antiguas. ¿Cuántas bombonerías hay en Barcelona mejores que todas las pastelerías de Viena juntas? Cientos. Y eso que Barcelona, como en tantas otras cosas, es la raya en el agua de este afán nuestro por destruir el patrimonio comercial tradicional para sustituirlo por horrendos establecimientos a lo Zara. ¿Se han fijado que Zara también ha impuesto su moda globalizada en los usos de decoración de las tiendas? Ya todas las tiendas de ropa hecha se parecen a Zara. Hasta Loewe ha copiado a Zara. Entras en un Loewe y ante aquellas paredes blancas no sabes si estás en el Loewe de toda la vida o en el Zara de las etiquetas con tantas banderas que parecen un barco engrimpolado para la Virgen del Carmen.

Como el avión salía a las 4 de la tarde, y había que comer en Barcelona antes de ir al Prat, entramos en una maravilla de esquina en la Diagonal. En Mora. No sé si cafetería, no sé si pastelería, no sé si charcutería, no sé si restaurante. De todo eso y de más quizá. Pero, sobre todo eso, luz con el tiempo dentro. Un mostrador con pasteles y chocolates, una barra el café o la merienda y unas diez o doce mesas, no más, con sus sobrios manteles blancos. Carta corta, servicio impecable. Mucha Europa. En Barcelona, oh maravilla, quedan restaurantes con percheros a la austriaca, para poder colgar los abrigos. No hay nada más complicado que colgar un abrigo en España. Como si aquí no hiciera frío y fuésemos como en Miami, a cuerpo gentil. Los decoradores no tienen en cuenta que para sentarse a comer hay que quitarse el abrigo, la parca, el Barbour. El perchero de Mora, en la Diagonal, es una maravilla. Como su silencio: señores almorzando solos, sin más compañía que "La Vanguardia" o "El Periódico". Cuando te traen la carta con su decoración Art Decó, como todo el local, sabes que aquello fue fundado en 1935. Y, lo más milagroso, no fue nunca reformado por ningún moderno de 1950, de 1975. Por eso está tan de vanguardia, mucho más que los imitadores de Zara: porque es de 1935 y se nota.

Y en Mora, la maravilla del cava. Si me gusta ir a Sanlúcar de Barrameda es por tomar en cualquier bar esas manzanillas nuevas, medias botellas de marcas para nosotros desconocidas, que sólo allí conocen y consumen. La manzanilla que sirven en cualquier lugar de España es apenas un remedo de la verdadera manzanilla que beben los sanluqueños en Sanlúcar. Me acordé de la manzanilla con la copa del cava que nos sirvieron de aperitivo en Mora, y con el que seguimos almorzando. Espléndidos cavas por copas de Barcelona. En muchos lugares de España los copian afortunadamente, y ves en los mostradores los grandes, plateados recipientes de propaganda donde la botella se enfría entre nieves perpetuas. Por mucha reserva gran cru que sean, ni por asomo se parecen al copeo de cava de Barcelona. Te fijas en la marca de la botella de aquel cava maravilloso, con la fuerza y tamaño de las burbujas que has leído en los libros, y no te suena absolutamente de nada. No la han anunciado por Nochebuena doradas muchachas disfrazadas de burbuja. Ni falta que hace. Una vez Vázquez Montalbán me dijo, como quien confiesa un secreto, algunas de las marcas de estos cavas que beben los barceloneses en Barcelona por copas. Siempre lamento no recordarlas. Otra vez, en Sanlúcar, otro escritor, Antonio León Manjón, me dijo, como quien confiesa un secreto, algunas de las marcas de estas manzanillas que beben los sanluqueños en Sanlúcar, por medias botellas o escanciadas desde la canilla de la bota. Lamento no recordarlas. Da lo mismo. Aunque pidamos esas marcas de manzanilla o de cava fuera de Sanlúcar o Barcelona, no serán igual. Ni tendrán el punto de temperatura que allí, ni el color que allí, ni el sabor que allí. Nos faltará la vieja caoba del mostrador sanluqueño; nos faltará el Art Decó, tan europeo, de Mora de la Diagonal, 1935. Dicen que el tiempo también pinta. El espacio también hace a los vinos de España. De la manzanilla decían antes que viajaba mal, que se remontaba en cuanto dejaba de ver esas araucarias de Sanlúcar como de una página de Caballero Bonald. Por lo que llevo experimentado en líquidos gaseosos que sirven como cava por otros lugares de estos Reinos, el cava viaja todavía peor que la manzanilla. Al cava, como buen catalán que es, no le gusta salir de su tierra. Al menos sólo allí saben darle los honores que se merece y que, para desgracia de los que vivimos al Sur del Ebro, a menudo no tiene nada que ver con las publicidades de las muchachas disfrazadas de burbujas. Tomas una copa de este innominado cava en Barcelona y descubres que la diferencia es que su verdad radica en que tiene burbujas disfrazadas de muchachas. Que no es lo mismo.

 

(Publicado el domingo 21 de mayo del 2000)


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