Patera del paso del Estrecho, abandonada en la costa de Tarifa
Siguen
las pateras llegando a las costas del Estrecho, oleaje de la muerte, marea llena de barcas
embarrancadas en la arena, marea vacía de cadáveres en las patrulleras. Mueren los
marroquíes frente a Tarifa y nos sentimos más europeos. Quieren llegar a Esbania,
que suena en sus labios resquebrajados de sal y sed como entrada al paraíso de Europa.
Los vemos llegar como los ven en Ceuta salir, reclutados como borregos del rebaño
de la desesperación, como atunes de la almadraba de la muerte.
Nos las damos de muy
tolerantes y antirracistas, y cada amanecer hay un silencio de muerte en una patera de
Tarifa. Cada día hay un nuevo desastre de Trafalgar sin un Galdós que lo cuente. Claro,
son moros. A las minorías étnicas les hemos asignado unos papeles muy generosos. Los
gitanos, a la Bienal de Flamenco o al mercadillo de antigüedades. Los moros, a vender
pinchitos. Somos tan tolerantes que los dejamos vender pinchitos morunos en las ferias.
Los que soportan la dictadura medieval de Hassan II pueden ser integrados si se disfrazan
de Emilio el Moro. En la pasada feria de Almería hemos visto la consagración racista del
moro en su rincón. El alcalde en persona le ha impuesto la medalla de oro de la ciudad a
Abdelkader El Kantafi, un moro de los pinchitos que no jamela jalufo y que lleva 32 años
con su puesto acudiendo a la feria de agosto. Los de las pateras no lo saben. Los
acogeríamos con los brazos abiertos si en cada patera viniera con su gorro colorado y su
chilaba un moro vendiendo pinchitos. Como somos tan tolerantes, los acogemos como
hermanos. Para que estén en el cuadro decimonónico muertos debajo del caballo blanco de
Santiago o en las ferias de agosto, muertos de pena en su puesto de pinchitos.