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Antonio Burgos: Jazminez en el ojal

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La gloria del ático

NACÍ EN EL SEGUNDO piso de una casa ya derribada, que estaba frente a la Catedral y en cuya cancela ponía que había sido construida (o más bien reformada) en 1888. Nací sin honores de tres líneas siquiera de "natalicio" en los ecos de sociedad del periódico que llevaban bajo el brazo los canónigos que salían de la Catedral a las diez y media, tras sus gorigoris latinos de la misa coral. Los honores de casa natal para aquel edificio que se llevó la piqueta ya estaban concedidos. Una lápida de mármol, colocada por la Real Academia de Bellas Artes, recordaba en la fachada del piso principal, bajo la ventana de hierro forjado más importante, que allí había nacido en 1855 el pintor Emilio Sánchez Perrier, un paisajista andaluz que trajo el impresionismo del Bosque de Barbizon a los pinares y las azudas de Alcalá de los Panaderos.

Todo lo importante de aquella casa ocurría en el piso principal. En el piso principal había nacido Sánchez Perrier y en el piso principal vivía don Alfonso Gutiérrez, administrador de Correos, cuyo nombre voceaba el cartero cuando tocaba la campanilla de la cancela en aquellas mañanas de corte de fluido por las restricciones eléctricas:

-- ¡ Correo! ¡Don Alfonso Gutiérrez!

Como mi padre no era empleado principal de Correos, sino maestro alfayate, el cartero no pregonaba su nombre, ni nos traía cartas siquiera, porque todas las dejaba en el cercano taller de la sastrería; incluso los sobres de letra picuda que nos mandaban nuestras efímeras novias de los veraneos de la sierra. Nacer y vivir en un segundo piso me dio un cierto complejo de clase, porque aquello se veía a leguas que era lo menos importante de la casa. Se entraba por la cancela de la campanilla y del zaguán oscuro y marmóreo en aquella casa de partidos en la calle Bayona, y arrancaba una escalera lustrosa y siempre aljofifada y oliendo a limpio. Una escalera de mármol, con un barandal de hierro de fundición que apeaba en un pilar rematado por una mágica bola de cristal azul, como de adivina de los dibujos del TBO o del "Jaimito". La escalera toda tenía un zócalo de azulejos trianeros con escenas de "El Quijote". En el colegio teníamos como libro de lectura "La emoción de España" de don Manuel Siurot y "El Quijote", y por aquellos azulejos yo siempre prefería la cervantina lectura. Siurot era un maestro de pueblo que había hecho un libro cateto, donde un niño repelente era llevado por su padre rico de viaje a Madrid y se maravillaba de la estación de metro de la Red de San Luis: "Si mis compañeros de colegio vieran esto..." Nada de lo que contaba Siurot estaba en la escalera. En cambio, todo Cervantes estaba en aquellos azulejos: la lucha contra los molinos, la salida de la venta, la aventura de "Clavileño", el famoso escrutinio del cura y el barbero...

De la mano de Don Quijote y Sancho subíamos hasta el piso principal, de puerta de caoba, de reluciente mirilla de latón donde una criada gastaba cada día todo el Sidol de la droguería de Telesforo. Allí empezaba nuestro complejo de infancia triste y pobre. Porque a partir del descansillo de don Alfonso, la escalera bajaba de categoría. Se acababa el mármol de los peldaños y empezaban las losetas hidráulicas. Se terminaban los floreados de fundición del barandal y comenzaba una barandilla de hierro pelado, sobriamente monacal. Nuestra puerta no era de caoba, sino de madera de pino, y la mirilla, por mucho Sidol que le diera Carmen, la tata vieja de La Puebla del Maestre, nunca estaba tan reluciente como la de don Alfonso. Nuestros balcones tenían mejor vista que los de don Alfonso: las palomas de la iglesia del Sagrario, las agujas de la Catedral, la adivinación entre arbotantes de la Montaña Hueca de Víctor Hugo. Pero no eran el piso principal. Éramos los vecinos pobres y segundones de una casa rica. Como hidalgos sin hacienda.

Veo ahora en las revistas gratuitas de ofertas inmobiliarias que tanto han cambiado los tiempos, que nosotros entonces hubiéramos sido felices, y hasta yo hubiera tenido una infancia de niño rico. Se han cambiado las tornas. Nadie quiere un principal, que es como les decían a los primeros pisos, por ruidosos, por contaminados. Todo el mundo aspira a vivir cuanto más alto, mejor. En la gloria del ático. En los grandes edificios de oficinas, cuanto más importante sea tu despacho, en una planta más elevada está. No es lo mismo un ejecutivo de la tercera planta que otro de la mágica, reverencial octava planta, donde está el despacho de presidencia y el gabinete del consejero delegado. En las empresas, señalan los pisos altos con el dedo índice y ya se comprende todo. El que está en la cuarta planta pone el dedo índice hacia el techo y te dice, para que lo comprendas todo:

-- Qué le vamos a hacer, chico... Lo han dicho de arriba.

Hemos vuelto a los barrocos rompimientos de gloria de los dorados retablos de las iglesias, donde arriba está siempre lo más importante, la paloma del Espíritu Santo, Dios Hijo, el ojo inmenso y triangular de un Dios Padre y Polifemo, y donde por abajo, por las calles y tablas inferiores, quedan las cosas sin la mejor importancia, aunque sean también de Martínez Montañés: el perro de San Roque, las flechas de San Sebastián, el plato con los ojos de Santa Lucía. Veo ahora las revistas gratuitas de ofertas inmobiliarias y llego a la conclusión de que, al cambio de los tiempos, nací prácticamente en un ático. De estar aún la casa en pie y de vivir don Alfonso el de Correos, qué contaminación tendrían que soportar en un primero él y su mujer Doña Pastora, con todo su golpe clasista de piso principal y de azulejos de "El Quijote" en la escalera de la mágica bola de cristal...

 

(Publicado el domingo 11 de junio del 2000)

 

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