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Antonio Burgos: Jazminez en el ojal

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Glorias de la calle de la Gloria

LAMENTO NO RECORDAR el resultado de aquella encuesta a modo de votación que hicieron una vez en una emisora de radio para que los oyentes dijeran qué pueblo de España tiene el nombre más hermoso. Para mí, desde las enciclopedias Dalmau Carles (que no Alvarez) de primaria, es Madrigal de las Altas Torres. Eso no es un topónimo, eso es el título de un poema. Dices "Madrigal de las Altas Torres" y piensas que Gutierre de Cetina está describiendo en Ecija unos ojos claros, serenos. No le pongo puertas al campo toponímico del Madoz ni a la Guía de Carreteras del Ministerio de Fomento, que quizá haya pueblos con nombres más hermosos aun que el que señalo. O calles. Hay calles que tienen nombres poemáticos. Muchos ayuntamientos las han rescatado de la memoria del pueblo, como en una excavación arqueológica. Quitaban el nombre del general Queipo de Llano y salía debajo: "Calle Mesones". Retiraban el rótulo de Calvo Sotelo y salía: "Calleja de la Herrería". El Puerto de Santa María está lleno de estos nombres poéticos de calles, hasta el punto de que cualquiera que llegue a la ciudad puede creer que el Ayuntamiento fue asesorado por el difunto Alberti. En El Puerto hay una de las plazas con nombre más bello de España: Plaza de las Galeras Reales. Y hay una calle de los Pozos Dulces. Tomás Terry puede poner en los membretes de sus cartas las señas más hermosas que ningún español puede mandar a la imprenta cuando se encarga recado de escribir: Calle Cielo esquina a Plaza de los Jazmines. Mi ciudad de Sevilla tampoco tiene mal gusto en los nombres históricos de las calles, muchos de los cuales van a ser rescatados. La que lleva al río desde la Catedral es la Calle de la Mar. En el Barrio de Santa Cruz está la Calle Vida. Cernuda vivió en la Calle del Aire, a la que parece que se le ha quedado título de revista de poesía, de hermoso que es. Como Callejón del Agua. Discurría por allí el agua del acueducto de los Caños de Carmona, por los muros del Alcázar, hacia el interior del palacio, y se le quedó Callejón del Agua.

O calle Gloria. Tan convencidos estamos a veces de vivir en ella, que se lo ponemos de nombre a las calles. En Sevilla hay una calle Gloria. En Cádiz, otra. Ahora que me he puesto a pensar hermosuras del callejero, al modo de aquel concurso radiofónico, he echado a pelar ambas calles de las dos ciudades fundadas por Hércules, la calle Gloria de Sevilla, la calle Gloria de Cádiz. Y no sé con cuál quedarme. La calle Gloria de Sevilla, corazón de Vida y de Agua del barrio de Santa Cruz, va de la Plaza de Doña Elvira, que suena a bolero de Carmelo Larrea, a la plaza de los Venerables, que son los Venerables Sacerdotes, la tercera edad de los tonsurados acogidos en el asilo que allí se levantaba y que ahora alberga una fundación cultural. Pero es que la calle Gloria de Cádiz... La calle Gloria de Cádiz está en las estribaciones portuarias del barrio de Santa María, donde la ciudad medieval se abre al muelle. Va de Plocia a Sopranis, junto a la Fábrica del Tabaco que venía directamente de Cuba, cuando en Cádiz era más fácil coger el barco para ir a tomar café a La Habana que la diligencia para llegar a Madrid. La calle Gloria de Cádiz es aún más estrecha que la de Sevilla. Calles tan estrechas que puedes tocar ambas paredes con las manos. Calles como hechas para un Santo Tomás que toque la cal de sus muros y crea en la belleza. Si la calle Gloria de Sevilla está abierta a los pregones, es como una siesta evocada por el poeta Alejandro Collantes de Terán, que allí vivió, la calle Gloria de Cádiz le busca las vueltas al viento de levante, como todas las arteras esquinas del barrio de Santa María. Desde la calle Gloria de Sevilla se oyen las campanas de las espadañas de los conventos. Desde la calle Gloria de Cádiz se oyen las sirenas de Ulises de los barcos del Muelle Ciudad.

Estaba por inclinarme por la calle Gloria de Sevilla, hasta que un olor a pan, en la gaditana, paradisíaca calle, venció definitivamente la balanza del lado de la mar, a costa del río. Cádiz tiene hermosos hasta los nombres de sus hornos panaderos: Horno de la Rosa, Horno de la Gloria. En esa partición del mundo, confieso mi predilección por el Horno de la calle Gloria. Entras por la calle medieval y el olor del Horno de la Gloria te lleva directamente a ella. Olor antiguo de pan recién hecho. Los largos mostradores del comercio del obrador, donde te venden los dulces, las piezas de pan. Y los picos. Los andaluces llamamos picos a los que en otros sitios son colines o grisines. Esas piezas minúsculas de pan, como picos de bollos que hubieran emancipado y ganado la independencia. Los picos de la Gloria son una gloria. Picos más medievales que el trazado de la calle, que el olor de su horno. Picos que tienen que alardear de cercanía de la iglesia de Santo Domingo, porque a leguas se les ve su hebraico origen. Picos de ajonjolí, minúsculos, con todo el sabor de las especias de una ruta que por estos muelles cercanos pasaba un día. Alardean los italianos de sus grisines piamonteses, lombardos, y es porque Europa no ha descubierto los picos de ajonjolí de La Gloria gaditana. Los he visto copiados por muchos sitios de España, pero no llegan a los picos de La Gloria. Llegan, todo lo más, a picos del Purgatorio. Porque la Gloria de los picos está en Cádiz. Con toda la fama piquera que lleva Jerez, la lana medieval y hebraica del ajonjolí está en Cádiz. La capital de la provincia de los bellos nombres: Benamahoma, Zahara de los Atunes, Setenil de las Bodegas, Alcalá de los Gazules...

(Publicado el domingo 18 de junio del 2000)

 

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