¿Ustedes ven los charrés del Rocío, caballo en limonera y
cascabeles? Pues El Moro se paseaba así por Sevilla: en charré. Sin ninguna duda, fue el
último paseante de Sevilla en coche de caballos, una vez que en la Casa de Pilatos
guardaron la berlina donde Mimi Medinaceli iba a misa los días de lluvia. Iba El Moro en
su charré por la calle Segovias, por la cuesta de Argote de Molina, siempre con un
muchacho a su lado en el pescante, sus barbas blancas, sus pantuflas, y nos creíamos que
lo de El Moro era un mote. Era el anticuario más famoso de Sevilla. Llegaba Franco, el
séquito, las boinas rojas de los guardaespaldas con la metralleta, la Avenida llena de
banderitas españolas, y siempre se decía por el barrio:
-- Pues ayer Doña Carmen Polo se metió en casa del Moro y
no veas la de antigüedades que se llevó...
Como El Moro comerciaba antigüedades, era una antigüedad
de sí mismo. Uno de los personajes inquietantes en la tranquila Sevilla de la postguerra.
El Moro iba con su barba venerable, barba de santo de Mercadante de Bretaña, de
antepasado, como escapado de aquellos cuadros que a su tienda llegaban desde el rompeolas
del reparto de herencias. Una Sevilla de barbas venerables, antes de la barbita
existencialista de Juanito Lafita el escultor. Estaba la barba de don Gabriel Sánchez de
la Cuesta en la calle Fabiola, y la barba del médico homeópata del Patio de Banderas que
salía en el Corpus con un mono de mecánico. Y estaba la pictórica, larga, barba de
capuchino del Moro en su charré, en los misterios de las casas que una a una iba
comprando, de modo que eran suyas todas las manzanas del paraíso que rodean a la
Catedral.
El Moro en su imperio de negros venecianos, de cornucopias
isabelinas, de cuadros atribuidos a Barrón, era uno de los grandes personajes que se les
han ido vivos a muchos novelistas oficiales de la ciudad. Era como una novela, como una
leyenda. Entrabas en su tienda y te aparecía como un judío de cuadro de la escuela
holandesa, con sus babuchas, con su camisa por fuera del pantalón. Siempre hastiado de
sí mismo:
-- Anda, llévate este cuadrito... Total, yo ya voy a
cerrar. Mi hermana está la mar de mala y yo ya ni tengo ganas de vender...
Cuando te fijabas en algo, decía displicente:
-- Sí, este espejo era de San Telmo...
Si todo lo que El Moro vendía como procedente de San Telmo
hubiera sido en verdad de San Telmo, yo calculo que el Palacio de San Telmo hubiera tenido
en tiempo de los Montpensier lo menos treinta o cuarenta hectáreas. Cuántas camas con la
flor de lis, butacas con la flor de lis, todo con la flor de lis. El mismo Moro, pienso,
quizá fuera de San Telmo, el último espectro de San Telmo. El Moro ha muerto cuando ya
llevaba tantos años muerto que la ciudad ni guarda memoria de su estampa, en su charré.
Las esquinas llevaron las voces de que las casas del Moro, pasadizos de jorobados de Notre
Dame, ya estaban vacías, que de noche habían salido de Sevilla camiones y más camiones
de antigüedades, con camino ignoto, en un nuevo expolio francés sin necesidad de
Mariscal Soult. Aunque pareciera increíble, se llamaba realmente El Moro: Andrés Moro
González pone su papeleta. El Moro ha muerto. En este caso, la gran lanzada al patrimonio
anticuario de Sevilla la dieron aún con el Moro vivo.