VIENE EL AVIÓN
hacia la ciudad, perdiendo altura,
ganando cabecera de pista. Sobrevuela urbanizaciones. Olivares,
barbechos que ya no dan trigo, cabezos de los Alcores fueron parcelados.
Carreteras asfaltadas recorren ahora los que fueron caminos. Se adivinan
las verjas, los porches de blancos muebles de terraza, el cobertizo para
estacionar el coche y lavarlo a manguerazo limpio como distracción del
fin de semana. Y las piscinas. Desde la ventanilla del avión se ve
tantas piscinas como casas. Piscinas que, a veces, ocupan casi toda la
parcelita. Piscinas para refrescar noches de barbacoa y televisor con
partido de trofeo veraniego sacado al porche. Piscinas mayores y
menores. Algunas, como pilones que incluso desde al avión, se adivinan
prefabricados. Hicieron un hoyo grande en el jardín, llegó el camión
con la piscina prefabricada y a las pocas horas ya estaban los niños
chapoteando con los flotadores. Lo que has escuchado, con crueldad,
tantas veces de quien ridiculizaba a unos amigos con parcelita:
-- Y tienen una piscina. Bueno,
piscina... Ellos la llaman piscina, pero en realidad es un pilón
grande...
Me fijo desde la ventanilla, ahora que
el avión va perdiendo altura, y encuentro, qué maravilla, una alberca.
Desde la altura, todas las piscinas de los chalés son iguales, azules,
como el Beverly Hills en miniatura que quieren ser. La alberca, no. La
alberca, desde la altura, tiene el verdoso color del frescor. El color
de la memoria del verano. Un prodigio. En un cortijo que no ha perdido
la forma de tal, hacienda aún no parcelada, con su empedrado patio de
gañanía y su torre de viga de almazara, con la espadaña del oratorio
y la veleta del arco donde anidan las cigüeñas, está la alberca. No
la piscina. Sin depuradora, sin césped alrededor. Sin barbacoa
prefabricada de Leroy Merlin en un ángulo. Sin escalerillas de
aluminio. La alberca de toda la vida. La alberca de regar las huertas.
La alberca que no es un hoyo impersonal y azulado, prefabricado, que se
hunde en el suelo de la parcelita, sino la alberca que se eleva sobre
los bancales de la huerta, construida con muros de adobe, para que el
agua llegue por los regajos a los tomates, a las sandías, a los
naranjos. ¿Qué mejor riego por goteo que el goteo de la lenta lengua
de agua que invadía los canales de riego cuando le quitaban el tapón a
la alberca? Nos mandaban llamar para ver la maravilla del espectáculo
del agua:
-- ¡Niños, venid corriendo, que le
van a quitar el tapón a la alberca!
Y le quitaban aquel tocón de rama de
eucalipto cubierto con arpillera de saco, como el ariete de una
película de romanos, y salía, plata verdosa, el agua de la alberca
camino de los melones, de las sandías, por los bancales abajo... No
hacía falta depuradora. ¿Qué mejor depuradora que el caño de agua
que manaba de la sierra y que permanentemente, día y noche, brotaba del
venero y saltaba en la fuente que presidía la alberca, con una imagen
en azulejos, San Cayetano, la Virgen del Carmen, San Isidro? Ni en los
años de sequía faltaba aquel caño del venero de la alberca. Algunos
veranos caía con menor fuerza en aquel piloncillo donde enfriábamos
los bruños de la merienda y el melón del postre, y las botellas de
cerveza del almuerzo. Nos decían:
-- Es que ha sido un invierno muy seco,
pero este venero nunca se agosta...
Como no se agosta, cuando vamos
sobrevolando piscinas, la memoria de la alberca, niños en calzoncillos
blancos que hacían de bañador, de cabeza a aquel paraíso donde había
que quitar la capa de limo, por la que correteaban insectos como
extraterrestres, de flotantes patas, veloces. O bajo la que estaban las
asquerosas bichas de agua. Daba lo mismo. Le robábamos plata a los
riegos, cuando llegaba Clemente, el dueño de la huerta donde dejaban
que nos bañáramos:
-- Venga, a ver si termináis ya con
los baños, que Clemente tiene que regar...
La morera le daba sombra, como se la
daban el nogal y la higuera. Luego, en la Facultad, cuando teníamos que
traducir a Horacio, nos acordábamos del paisaje idílico de la alberca.
Había un silencio de tarde con eras aprovechando la marea del poniente
a lo lejos, quebrado por los gritos de los niños en la alberca. Fría
como ella sola, que de la sierra venía el caño que nunca se agotaba.
Será un milagro del San Cayetano del azulejo de la fuente, nos decían,
mientras nos sacaban de la alberca, nos daban las toallas de aquellos
colores espantosos, rosas, celestes, toallas siempre húmedas, hechas
más para un palanganero que para los tiritones al lado de los gruesos
muros blanqueados de la alberca, la eterna lucha de la cal contra la
verdina de las bichas de agua y el limo de los rincones, el que se te
pegaba a los dedos cuando ponías los pies en el fondo cenagoso.
Le decíamos "alberca" y es
como si estuviéramos certificando que aquella noria era del tiempo de
los moros. Cuando hacíamos la traducción de Horacio comprobamos más
tarde que más romana no podía ser. Merecía en verdad una palabra tan
del latín como "piscina". Estas piscinas que ahora
sobrevolamos, donde no hay niños que descubran la naturaleza en el
borbotón de agua cuando le quitan el tapón a la alberca. Fuimos,
quizá, la última generación que se bañó en las albercas de riego.
En los presocráticos aprendimos que no puede uno bañarse dos veces en
el mismo río, y ahora, contemplando piscinas de urbanizaciones desde la
ventanilla del avión, comprobamos que nunca nadie más podrá bañarse
en aquellas horacianas albercas.