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                    | Aznar no alza esta Semana Santa su catavinos por
                    la paz en Bajo de Guía | 
                   
                 
                Hay un trozo de Veracruz, o de Campeche, o de la Mérida yucateca, de
                algún lugar del borde caribeño de la Nueva España desde luego, que quizá traído como
                lastre por un galeón de la Carrera de Indias, llegó hasta Sanlúcar de Barrameda. A ese
                puerto caribeño anclado en nuestra orilla atlántica, como un cante de ida y vuelta,
                soportales y estípites, han dado en llamarle Bajo de Guía. Y en una taberna marinera de
                Bajo de Guía, desde hace un año, hay dos catavinos guardados en una caja de caoba,
                famosos no por la manzanilla que contuvieron, sino por la mano que brindó con ellos. Los
                alzaron una primavera Aznar y Tony Blair, brindando por la paz en el Ulster, antes de
                coger el lanchón y cruzar el Guadalquivir camino del Coto de Doñana, el borde virgen del
                litoral que cierra ese espejo del mapa del Golfo de México que es la Bahía donde Cádiz
                es La Habana con más salero y El Puerto de Santa María, un Santo Domingo con el santoral
                loquito. El mundo puede caber en un catavinos de Sanlúcar. Un catavinos es como una
                esfera terráquea prolongada en cristal hacia el cielo. Su perfil tiene algo de V de la
                victoria. Se hace de oro con el sol de la manzanilla y alumbra sueños, deseos, amores.
                Vida. 
                En el arranque de esta Semana Santa, en la
                suprema contradicción entre palmas y olivos y misiles y aviones de Kosovo, Aznar ha
                vuelto a Bajo de Guía, camino de Doñana. Habrá pasado por Punta Zalabar, el paraíso
                donde las gaviotas son las supremas, solitarias dueñas de las espumitas del mar de la
                bahía, como un poema perdido y hallado de Rafael Alberti. Hay que agradecer a Aznar la
                suprema discreción con que llegar suele a Doñana. Más días de los oficialmente
                sabidos, el presidente se refugia entre los pinos del Coto. Otros llegaban con estruendo
                de yates de cuñados y zafarrancho de protocolo en la base de Rota. Este llega muchas
                semanas, solitario, a caminar por la más bella y secreta, desierta playa de España. No
                está en ningún libro de los récords la marca geográfica del término municipal de
                Almonte. Como los almonteños lo hacen todo a lo grande, puestos a tener playas, hasta se
                les fue la mano, quizá por intercesión de la Virgen del Rocío ante su hijo el Creador.
                No creo que haya en toda España otro término municipal que tenga, como Almonte, cuarenta
                kilómetros largos de playas jalonadas per torres almenaras.  
                No sé cómo andará Aznar de historia
                medieval cuando medite en esos solitarios paseos por la playa almonteña. Quizá cuando
                pase al lado de esas almenaras, por Torre Zalabar, por Torre Carbonero, piense que en esas
                fortificaciones se encendían candelas en los días de guerra, para dar señales de
                asaltos de moros o piratas, en defensa del señorío del duque de Medina Sidonia. Quizá
                el solitario paseante no advierta el fuego que algunos vemos encendido aún en las
                almenaras del Coto. El fuego, una noche más, en la casa de un concejal socialista vasco,
                en una casa del pueblo. El fuego en una aldea de Kosovo, quizá sembrado por esos aviones
                que han repostado allí, donde el horizonte, en Rota. Mirando estos fuegos, pienso en los
                dos catavinos. Ojalá pronto haya manzanilla que llene de paz los catavinos de Sanlúcar. 
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