SE LE HA QUEDADO móvil.
Menos mal que, como en Estados Unidos, no se le ha quedado celular,
que aquí suena siempre a cárcel, a furgón
para conducir presos, por mucho que ahora el Instituto Geográfico y
Catastral de la Biología esté levantando las hojas del mapa 1:50.000
del genoma humano y, por ende, de la célula. Hablo del teléfono mal
llamado móvil, que aunque de digamos así, no es tal: es, en todo caso,
portátil, sin hilos, como se llamaba antiguamente a la telegrafía de
los barcos, qué maravilla, ¿no, marinero Arturo Pérez Reverte?: Telegrafía
sin Hilos se llama aún en Cádiz donde vas a ambientar tu próxima
novela al solar donde antaño se levantaban las antenas civiles y
militares que sostenían la telaraña para la red Morse, que ha muerto
justo cuando la otra telaraña, la de la red de Internet, se ha
adueñado del mundo.
Que venía diciendo que se le ha
quedado impropiamente el nombre de móvil al teléfono portátil, que
esa denominación parece lo que antaño se llamaba un semoviente, cuando
hay que llevarlo, en el bolso o en el bolsillo, en la mano o, qué
horror, colgado del cinturón como una pistola del 9 corto: él solo no
se mueve. Y aunque sea impropio el nombre que se le ha quedado son cada
vez más propios los usos del Manual de Urbanidad del Uso del Teléfono
Móvil que, sin que nadie lo haya promulgado, se está imponiendo. De
presumir de teléfono móvil hemos pasado a avergonzarnos de él. Soy
socio fundador de la telefonía móvil en España. Con decirles que el
primer Motorola Micro Tac 500 me costó medio millón de pesetas más
IVA creo que se lo he dicho todo. Mi número de Moviline, era uno de los
primeros de España, cuando teléfono móvil los teníamos muy pocos
particulares, todos eran del seguro... seguro que era la empresa o el
correspondiente departamento de las Administración nacional,
autonómica o local el que pagaba el medio kilo por el cacharro y los
entonces bastante elevados facturones de las llamadas. De la antigua
observancia del Moviline he pasado a la nueva de Movistar, algo así
como ir del Carmen Calzado al Carmen Descalzo. Y en todo este tiempo de
usuario precursor he venido observando que igual que antes se alardeaba
de teléfono y se hablaba muy ostensiblemente, ahora lo elegante es
disimular que se habla, ocultarlo, menos mal.
La prueba del 9 de este cambio de
costumbres puede ser el Ave, donde, como saben, todo hortera de la
motorola tenía su asiento, asiento de clases Club o Preferente, por
supuesto. Si antes lo que fardaba en el Ave era hablar por teléfono y
obligar al compañero de asiento a que se enterara de toda la
conversación con la secretaria acerca de la devolución de la letra por
parte de Escalante, que no paga ni quemado, ahora lo fino y distinguido
es salirse del vagón en cuanto suena el timbre. La voz congelada y como
en conserva de la azafata lo advierte por la megafonía lo advierte en
cuanto el tren arranca en Atocha. Dice más o menos:
--Les agradecemos que si tienen que
hablar por teléfono móvil, lo hagan en las plataformas entre los
vagones.
Así lo hace todo el mundo. Tras darse,
claro está, esa escena que mi profesor particular de Gramática Parda,
el emérito doctor don Miguel Criado Barragán, describe mejor que
nadie:
-- Cuando suena un teléfono móvil en
un sitio de éstos donde están los ejecutivos arracimados, parece que
es el salón de una película del Oeste. Suena el teléfono y todo el
mundo se echa mano al bolsillo, como los combois se echan mano a
la pistola de la cartuchera cuando en el salón entra el forastero malo
de la película...
Pero el rito que más me gusta de todos
los acuñados para uso y disfrute (o abuso y padecimiento) del teléfono
móvil es el que llamo rito campero, o de montería. Aunque los campos
de todo el Reino se están llenando de postes repetidores de señal para
la telefonía inalámbrica, hay lugares maravillosos donde, oh portento,
no hay cobertura y los abusones usuarios del portátil te dejan
tranquillo y no puede darse la escena de los pistoleros, porque no suena
ningún aparato. He observado que en los buenos cortijos, en las buenas
casas de campo, no hay cobertura. Las monterías elegantísimas se dan
donde no hay cobertura, por mucho que los dos Divinos Juanes de la
Telefonía, Juan Villalonga o Juan Abelló. Acudan a ella. Su suple la
falta de señal con el ingenio del casero, del mozo de comedor, del
administrador, que en cuanto ve en la casa a un invitado de los señores
intentando hablar por el telefonillo, sale con el maravilloso rito:
-- No, aquí non hay cobertura. Pero si
se va usted a la tercera encina que hay a la salida del cortijo, a la
derecha, y se pone usted no mirando para el tumbaviso de la loma, que
hacia ahí no hay señal, sino así orientado hacia el pantano, seguro
que puede llamar.
Mangando inolvidables fines de semana
(por descontado que sin escopeta y sin armadas de montería) a los
amigos ricos que tienen casas en el campo con maravillosos cuartos de
invitados con cretonas inglesas y muebles antiguos, he conseguido hablar
por el móvil debajo de la puerta grande de la casa chica de la
gañanía, en el filo del camino que lleva a la mangada de embarcar las
vacas retintas, en la segunda adelfa de la tercera plazoleta del jardín
serrano. Una maravilla. En tales casos del ritual campero del móvil, no
molestas a nadie. Sólo rompes la soledad sonora de la hermosura del
monte. Que, mirado desde el lado de los cantuesos y de las jaras y del
tomillo y del orégano, debe de ser tan fastidioso como el guirigay de
timbrazos del vagón del Club del Ave.