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Antonio Burgos: Jazminez en el ojal

 

Ritos del móvil

 

SE LE HA QUEDADO móvil. Menos mal que, como en Estados Unidos, no se le ha quedado celular, que aquí suena siempre a cárcel, a furgón para conducir presos, por mucho que ahora el Instituto Geográfico y Catastral de la Biología esté levantando las hojas del mapa 1:50.000 del genoma humano y, por ende, de la célula. Hablo del teléfono mal llamado móvil, que aunque de digamos así, no es tal: es, en todo caso, portátil, sin hilos, como se llamaba antiguamente a la telegrafía de los barcos, qué maravilla, ¿no, marinero Arturo Pérez Reverte?: Telegrafía sin Hilos se llama aún en Cádiz donde vas a ambientar tu próxima novela al solar donde antaño se levantaban las antenas civiles y militares que sostenían la telaraña para la red Morse, que ha muerto justo cuando la otra telaraña, la de la red de Internet, se ha adueñado del mundo.

Que venía diciendo que se le ha quedado impropiamente el nombre de móvil al teléfono portátil, que esa denominación parece lo que antaño se llamaba un semoviente, cuando hay que llevarlo, en el bolso o en el bolsillo, en la mano o, qué horror, colgado del cinturón como una pistola del 9 corto: él solo no se mueve. Y aunque sea impropio el nombre que se le ha quedado son cada vez más propios los usos del Manual de Urbanidad del Uso del Teléfono Móvil que, sin que nadie lo haya promulgado, se está imponiendo. De presumir de teléfono móvil hemos pasado a avergonzarnos de él. Soy socio fundador de la telefonía móvil en España. Con decirles que el primer Motorola Micro Tac 500 me costó medio millón de pesetas más IVA creo que se lo he dicho todo. Mi número de Moviline, era uno de los primeros de España, cuando teléfono móvil los teníamos muy pocos particulares, todos eran del seguro... seguro que era la empresa o el correspondiente departamento de las Administración nacional, autonómica o local el que pagaba el medio kilo por el cacharro y los entonces bastante elevados facturones de las llamadas. De la antigua observancia del Moviline he pasado a la nueva de Movistar, algo así como ir del Carmen Calzado al Carmen Descalzo. Y en todo este tiempo de usuario precursor he venido observando que igual que antes se alardeaba de teléfono y se hablaba muy ostensiblemente, ahora lo elegante es disimular que se habla, ocultarlo, menos mal.

La prueba del 9 de este cambio de costumbres puede ser el Ave, donde, como saben, todo hortera de la motorola tenía su asiento, asiento de clases Club o Preferente, por supuesto. Si antes lo que fardaba en el Ave era hablar por teléfono y obligar al compañero de asiento a que se enterara de toda la conversación con la secretaria acerca de la devolución de la letra por parte de Escalante, que no paga ni quemado, ahora lo fino y distinguido es salirse del vagón en cuanto suena el timbre. La voz congelada y como en conserva de la azafata lo advierte por la megafonía lo advierte en cuanto el tren arranca en Atocha. Dice más o menos:

--Les agradecemos que si tienen que hablar por teléfono móvil, lo hagan en las plataformas entre los vagones.

Así lo hace todo el mundo. Tras darse, claro está, esa escena que mi profesor particular de Gramática Parda, el emérito doctor don Miguel Criado Barragán, describe mejor que nadie:

-- Cuando suena un teléfono móvil en un sitio de éstos donde están los ejecutivos arracimados, parece que es el salón de una película del Oeste. Suena el teléfono y todo el mundo se echa mano al bolsillo, como los combois se echan mano a la pistola de la cartuchera cuando en el salón entra el forastero malo de la película...

Pero el rito que más me gusta de todos los acuñados para uso y disfrute (o abuso y padecimiento) del teléfono móvil es el que llamo rito campero, o de montería. Aunque los campos de todo el Reino se están llenando de postes repetidores de señal para la telefonía inalámbrica, hay lugares maravillosos donde, oh portento, no hay cobertura y los abusones usuarios del portátil te dejan tranquillo y no puede darse la escena de los pistoleros, porque no suena ningún aparato. He observado que en los buenos cortijos, en las buenas casas de campo, no hay cobertura. Las monterías elegantísimas se dan donde no hay cobertura, por mucho que los dos Divinos Juanes de la Telefonía, Juan Villalonga o Juan Abelló. Acudan a ella. Su suple la falta de señal con el ingenio del casero, del mozo de comedor, del administrador, que en cuanto ve en la casa a un invitado de los señores intentando hablar por el telefonillo, sale con el maravilloso rito:

-- No, aquí non hay cobertura. Pero si se va usted a la tercera encina que hay a la salida del cortijo, a la derecha, y se pone usted no mirando para el tumbaviso de la loma, que hacia ahí no hay señal, sino así orientado hacia el pantano, seguro que puede llamar.

Mangando inolvidables fines de semana (por descontado que sin escopeta y sin armadas de montería) a los amigos ricos que tienen casas en el campo con maravillosos cuartos de invitados con cretonas inglesas y muebles antiguos, he conseguido hablar por el móvil debajo de la puerta grande de la casa chica de la gañanía, en el filo del camino que lleva a la mangada de embarcar las vacas retintas, en la segunda adelfa de la tercera plazoleta del jardín serrano. Una maravilla. En tales casos del ritual campero del móvil, no molestas a nadie. Sólo rompes la soledad sonora de la hermosura del monte. Que, mirado desde el lado de los cantuesos y de las jaras y del tomillo y del orégano, debe de ser tan fastidioso como el guirigay de timbrazos del vagón del Club del Ave.

(Publicado el domingo 23 de abril del 2000)


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