Todos
los años, por estas semanas del otoño, se nos mete por las puertas una como segunda
primavera, a la que no faltan ni jazmines, ni olor de dama de noche, ni muertes de
vísperas de Semana Santa. Decía Romero Murube que la muerte, en Sevilla, se lleva a la
gente por levas, por reemplazos. La sucesión de generaciones produce estas movilizaciones
forzosas de las quintas. La Canina ya está llamando a filas a la quinta del 29, a la del
31. Ahora no deben acudir al Cuartel del Carmen de la calle Baños con unas ropas en una
talega, sino más allá de la Venta de los Gatos. Más o menos de esas quintas deberían
ser dos sevillanos de Triana o dos trianeros de Sevilla que acaban de ser llamados a
filas, algo tan clásico y tan nuestro como un Pepe y un Manolo: Hernández Díaz, alcalde
de la ciudad, y Bejarano, capataz del Gran Poder. Como ambos títulos tienen igual
excelencia de protocolo y rango, hasta los podemos confundir y enrasar. Podemos decir que
el uno fue capataz de la ciudad y el otro, regidor de las cuadrillas de costaleros. Dos
trianeros distintos y una sola Triana verdadera. Un trianero de Sevilla, el Maestro
Bejarano, catedrático de la Universidad del Martillo, y un sevillano de Triana, el
Maestro Hernández Díaz, profesor de la Universidad de Sevilla. Ahora que Dios los tiene
en su gloria, si me preguntan, me quedo con Manolo Bejarano. Fui alumno de Hernández
Díaz. La poquita Historia del Arte que sé la aprendí en su clase de las 9 de la mañana
en la Facultad de Letras. Era un magnífico profesor, con sus diapositivas, puntero en
mano, con el que daba en tierra como golpes de martillo de capataz, mandando a su
ordenanzas: "Otra, Blázquez..." Pero aquel profesor único, el que más sabía
de Martínez Montañés y de la imaginería barroca sevillana, en llegado a alcalde, fue
el regidor que firmó la sentencia de muerte de media Plaza del Duque para que la
derribaran a efectos de la tarjeta de crédito del Cortinglés. Si un catedrático,
precisamente de Historia del Arte, académico de Bellas Artes, autorizaba el derribo de
las casas históricas sevillanas, quería ello decir que se levantaba la veda para la
destrucción de la cuidad.
Por eso ahora que los dos han sido llamados a
las definitivas filas del cuerpo de nazarenos de Sevilla, a mí me hubiese gustado que
quien me hubiera dado matrícula de honor no hubiera sido Hernández Díaz, sino el
Maestro Bejarano, en sus aulas de la parihuela del Gran Poder, donde impartía lecciones
de señorío, de medida, de equilibrio, de perfección, de belleza. Hernández Díaz
estaba en el Archivo de Protocolos, investigando en Juan de Mesa. Hernández Díaz
buscaba, pero Manolo Bejarano, como Picasso, encontraba. En aquellos mismos años en que
Hernández Díaz investigaba tanto, Manolo Bejarano no tenía que estudiar nada para que
del arte de la colla del muelle, de la tradición de su padre Eduardo Bejarano, del arte
supremo de Triana, le inventara un modo de andar al Gran Poder. El paso racheao debe ser
añadido a los grandes inventos del hombre en el siglo XX: la informática, el motor a
reacción, la energía nuclear... y el paso racheao, dirán las futuras enciclopedias. A
efectos de Sevilla y de Triana, Bejarano fue más que Edison y más que Marconi. Le
inventó un paso humano a una figura divina. Hernández Díaz estaba descubriendo en
aquellos años que El Gran Poder era de Juan de Mesa. En aquellas mismas fechas, desde una
taberna de la calle San Jacinto donde ejercía su señorío, Manolo Bejarano estaba
descubriendo que Dios tiene exactamente los mismos andares que el Gran Poder cuando él lo
llevaba con el paso racheao de su gente de Triana...