Esto
no es un artículo. Es un sermón civil. El sermón del botellón. Una meditación. ¿Qué
está pasando aquí? ¿Por qué estamos creando esta España alcoholizada, más joven que
borracha y más borracha que joven, en la que pronto la piel de toro tendrá forma de
botellón, siendo su tapón el Estrecho de Gibraltar? Escribo sobre la muerte de un
muchacho muerto de un navajazo en el botellón nocturno. Las madres ven a sus hijos
marchar al botellón del fin de semana como si fueran a la guerra, porque saben que van a
la guerra. Una guerra cierta, que libra el batallón del botellón y en la que cada
viernes y cada sábado hay muertos. Los muertos de los vespinos. Los muertos de los coches
que dan cinco vueltas de campanas por un terraplén y en el que mueren, carbonizados, tres
chavales y dos chavalas. Los muertos del navajeo. El estudiante de Arquitectura que iba
por la calle Génova de Madrid tan ricamente cruzando la calle con unos amigos, se bajaron
unos del botellón de un coche, le dieron una puñalada y lo dejaron tendido, muerto en la
calle. El chaval de los Jardines de Murillo de Sevilla, desengrándose en la madrugada
ante el pavor de quienes lo veían agonizar sin poder hacer nada.
Tenemos, dicen, una juventud
muy sana. Y muy borracha. Nunca en las tabernas de Andalucía se bebió tanto, ni tan
desaforadamente, ni con tanto hartazgo como se bebe ahora en cualquier calle, en cualquier
esquina, en cualquier parque. Todo está sacado de quicio, pero la botellona, más. Antes
se bebía dentro de las tabernas, en las que se prohibía el cante, a las que los hijos
debían ir, como en una novela de Dicenta, a sacar con lágrimas a los padres borrachos y
llevárselos a su casa. Las mujeres sabían que los maridos estaban en la taberna acabando
con la cosecha de mosto de Umbrete, los hijos sabían que estaban en las taberna
gastándose el jornal. Ahora son los padres los que tienen que ir por los hijos, a la
taberna de la calle. Pero no pueden, porque no saben dónde están. Se dice por la Semana
Santa el tópico de que toda la ciudad es templo. Se debe decir ahora durante todo el año
nuevo tópico de que toda la ciudad es taberna, que todo el albero de los jardines es
serrín de mosto y borrachera, de vómito y cristales rotos.
¿Qué está pasando aquí? Ni
sé las causas ni puedo, como todo el mundo hace, mostrar los remedios. Lo que sí debo es
presentar armas de estupefacción. No entiendo absolutamente nada. Quizá sea el problema,
que ni los propios protagonistas de esta ciudad tabernaria, ni los que la gobiernan ni los
que se beben el botellón de güisqui de garrafa y de ginebra adultera, saben qué está
pasando aquí. ¿Por qué toda una generación se está haciendo adicta al alcohol, por
qué las cirrosis de dentro de veinte años van a ser de garabatillo, como ahora las
tajás? Lo más contradictorio de todo es que esta generación borracha, beoda, la que ha
convertido a la ciudad toda en taberna, es la que te habla del medio ambiente, de la
ecología, de la solidaridad, de las ONG, del agujero de no, de la ayuda al Tercer Mundo,
de las campañas contra los peligros del tabaco. Cuantos más altos son los ideales que
proclaman, más bajunos los hábitos que practican en la ciudad tabernaria, soez,
maloliente, sucia de micciones y de vidrios rotos. Los padres querían cambiar el mundo.
Los hijos, como han visto que no se puede cambiar y encima no encuentran trabajo, se
conforman con bebérselo metido en un botellón.