En
la triste marea vacía de la muerte de Fernando Quiñones, me llama Luis Herrero desde la
Cope, y me llama José Antonio Gómez Marín. Con los dos hablo de algo que no se ha
subrayado bastante en el poético cronista de Al Andalus. Quiñones se ha ido, pero queda
su marinera voz en tierra, la que dio dimensión literaria al arte gaditano de contar
embustes. ¿Cuántas horas de Caleta tenía Fernando en el cuerpo? Las suyas sí que eran
las mil y una noches de Pericón y de Hortensia Romero, en una sola pieza. Igual que por
Venecia, su otra patria, la de nación de Nadia su mujer, hay unos inmensos buzones a modo
de Boca de la Verdad para las denuncias al dogo, Fernando paseaba por Cádiz un inmenso
Oído de la Verdad, y, como tenía tanto talento, supo convertir en ficción literaria los
inventos de las cornás del hambre y las locuras que sigue dando el Levante como un dulce
pregón de Macandé. Los que no han oído a Cádiz antes de leer a Quiñones, lo
relacionan con Borges y con Bioy Casares. Yo no. Yo relaciono a Quiñones con la inmensa
capacidad de ficción del pueblo de Cádiz, con su arte del embuste. Los mil y un días
oyendo a estos anónimos y populares maestros gaditanos de la narración oral. Que tienen
tanto arte en la ficción, que no cuentan nunca de igual modo el mismo embuste de siempre,
lo recrean cada vez. Mentir es lo decir lo contrario de lo que se siente, pero quizá
exactamente lo mismo de lo que se sueña, y esta era la suprema verdad de Quiñones.
Hace poco, Perico el del coro
La Viña, sobrino de Agustín el Melu, me preguntaba:
-- ¿Hace tiempo que no baja
Curro Romero por Cádiz? Anda que no le gustaba ná a Curro venir a casa de mi tío
Agustín el Melu, a oírle contar embustes...
Toda novela, ¿qué es, sino
un largo y hermoso embuste de trescientas páginas? La ficción, ¿qué es, sino arte del
embuste, hermosear la mentira? Quiñones sabía que no había mejor ficción que los
relatos de los marineros de la Caleta, vivos como la plata de las mojarritas. Y aunque
fingiera que su maestro era Borges, eso era otro bello embuste. El infinito poderío
novelístico de Fernando era la versión culta de la inmensa capacidad narrativa popular
de los gaditanos. En su obra no sé cuánto Borges hay, pero sí puedo decirles lo mucho
Cojo Peroche, Pericón de Cádiz, Beni, Vicente Picoco, Agustín el Melu, lo mucho Peña
que hay. Los cuento y me salen casi siete sabios de esa Grecia interior que late en toda
la obra, tan clásica, de Quiñones. Y enumero estos sabios populares gaditanos, estos
maestros del Arte del Embuste, de la Verdad Suprema de la Mentira, y me sale una larga
procesión que ya se ha ido al jardín chiclanero donde descansa Fernando Quiñones, el
último romano de Gades.
De todos ellos nos quedan
Picoco y Peña el de los cuartetos. La gente no sabe que tras el cuartetero inolvidable de
"La Boda del Siglo" hay un narrador con tal capacidad de ficción que yo, como
haría Fernando, me lo rifo ahora mismo con Borges. Quien no ha oído al Peña narrar
cómo se le hundía la butaca en la arena de la playa de la Caleta y cómo la caballa lo
miraba con sus ojos muertos desde la mesa de campimplaya, no sabe lo que es el arte de la
novela. En su cátedra de Chipiona, nos queda el maestro Picoco. Cuidémoslo en cuanto
vale, fin de raza de una raza. Quien no haya oído a Vicente Picoco contar cómo pedía un
taxi en una montería cuando le metieron una bicha en el bolsillo de atrás del pantalón
no sabe lo que es el arte de la novela. Fernando Quiñones ha muerto, ¡ viva Picoco y
viva El Peña!