PRESUMO DE VIVIR en
una de las ciudades del mundo
que tiene mayor cultura del café. Un pedante diría que está instalada
en la civilización del moka. Café con rito, o, lo que es lo mismo,
acompañado de vaso de agua que te ponen sin que lo pidas, como en
Viena, sin que lo pidas, te ponen lo que aquí es una batalla: la leche
aparte, para que tú te la sirvas del modo que tengas más por
conveniente. Igual que otros presumen de vivir donde mejor tiran la
cerveza de grifo, o donde ponen para el copeo el mejor rioja o el mejor
jerez, nosotros nos vanagloriamos de tener los bares que sirven el mejor
café del mundo, ora en vaso, casi a la marroquina, influencia cierta
del té, ora en taza. Pero siempre espumoso, con su mágica proporción
de torrefacto. Sí, ya sé la crítica que nos hacen los muy cafeteros,
adiós, Juan Valdés: que más que la pureza del café nos dejamos
sorprender por el color de su mezcla de torrefacto, lo cual quiere decir
que por lo menos sean de Angora los gatos que nos den por liebre.
La ciudad, como todas, se está
llenando con la nueva moda franquiciada de las boutiques del café.
Locales bastante acogedores y simpáticos, por cierto, puestos con buen
gusto, siempre una pared de ladrillo visto, siempre unas pizarras con
anotaciones en tiza, como tabernas irlandesas, con unos veladores con
tapa de mármol, un largo mostrador a menudo con barra de verdad,
bruñida barra de latón que lo recorre, donde te sirven toda suerte de
clases y procedencias de café. Echo en falta, empero, la carta de
cafés. En estos lugares exquisitos te sirven Colombia, o Kenia, o
Puerto Rico... ¿Pero de qué marca? Pues anda que no hay marcas de
café en Colombia... Es como si todos los riojas fueran Rioja, y no
marqués de esto ni marqués de lo otro, no añada del 96, no reserva
del 92, sino, ¡hala!, Rioja. Es como si las cartas de vino de los
restaurantes se limitaran a poner una lista de denominaciones de origen:
Rioja, Ribera, Penedés, Condado, Jumilla, Valdepeñas... Pues anda que
no hay riberas en la Ribera del Duero ni hay blancos distintos en el
Condado de Huelva.
Los adictos al café tendríamos, como
consumidores, que dar el golpe de estado y conseguir que nos sirvieran
la marca que pedimos. Me acuerdo del viejo pasodoble publicitario del
Fundador, cuando en Jerez se hacían aún coñac, antes del pleito, y
aún no brandis:
En la sencilla taberna
y el modernísimo bar
todo el que bebe y alterna
exige el mejor coñac.
Si el camarero pregunta
"¿Qué marca quiere el
señor?",
no hay que no responda:
"Sólo quiero
Fundador..."
Bueno, pues igual que el cliente del
pasodoble publicitario del Fundador, cuando pedimos café tras los
postres de un restaurante medio buenecito, nos deberían preguntar qué
marca de café queremos. No es lo mismo La Estrella que Saimaza, ni
Catunambú ni el Malongó. Si para la comida he pedido, y me han
traído, Marqués de Cáceres del 95, ¿por qué me van a dar tras los
postres un café de garrafa, un café que sabe Dios de dónde viene y
cómo es?
Y nada digo del té. No hablo ya del
escapulario de Santa María Hornimans, que muchos exigimos, por la
antigua observancia, que nos lo pongan por lo menos dentro de una tetera
y no metido en un vaso, como muestra orgánica de laboratorio en formol.
Hablo de las muchas clases de té que hay, a las que se pertenece con
lealtad de secta. Bajas al comedor de los hoteles que presumen de
buenos, tomas asiento a la mesa, se te acerca el camarero para anotar la
comanda del desayuno en el espantoso bufé de las mortadelas
pseudoalemanas y las como hormigoneras de huevos revueltos, y le dices:
-- Voy a tomar té. ¿Qué marcas
tienen?
-- No, solamente tenemos Dueños del
Loro... Todo el té es marca Dueños del Loro...
Y te quedas sin tu Hornimans de cada
mañana, sin tu Lippton de cada tarde, por sólo citar dos de las marcas
más conocidas, aparte de esos espantosos Dueños del Loro que parecen
los amos de los desayunos adocenados de toda la hostelería española.
No digo ya que tengan el té inglés exquisito que acopias en Harrods
cuando vas a Londres, del que te traes cuando, en Marbella o en
Barcelona, acudes al culto de las maravillas que María Vidal tienen en
Semon. Digo algo más elemental, como que nos dejen elegir marca de
café o marca de té. Nada, no hay forma de que en aquella misma mesa
donde a las 3 de la tarde podrás pedir el blanco Pesquera o Waltraud, a
las 8 y media de la mañana puedas pedir tu té Hornimans de siempre o
tu sevillano Catunambú de toda la vida.
Como que los consumidores deberíamos
corporativamente tomar cartas en el asunto y exigir en los sitios medio
buenecitos cartas de cafés y cartas de té, del mismo modo que en
algunos lugares como Dios manda hay ya cartas de aguas minerales.